Recibir la palabra
Dice Jesús que “en la Escritura ya figura consignado que aquellos que reciben la palabra de Dios son dioses”. Por consiguiente, no debe extrañarle al judío interno que Él se proclame Dios.
En efecto, si meditamos sobre la dinámica de el Árbol Cabalístico o Árbol de la Vida, vemos que todos los Sefirot van derramando sus fluidos sobre Malkuth, que los absorbe y no pudiendo derramarlos a niveles inferiores, que no existen, la tierra malkuthiana va transformándose para convertirse en el Kether de un nuevo universo.
Cristo es el conductor de las energías de Kether y cuando su fuerza penetra en el Yod-Malkuth, diviniza la tierra, nuestra tierra humana o, por lo menos, representa el comienzo de un proceso de divinización que ha de convertirnos en dioses. Es inevitable pues que cuando Cristo se manifiesta en nuestro Yod, oigamos una voz interna que nos dice: tú eres Dios.
Cuando oímos esa llamada, si no queda en nosotros rescoldo de vanidad, iniciamos nuestra vida divina y gobernamos nuestro mundo -o empezamos a gobernarlo- como Dios rige el universo, dando vida y aliento a todo cuanto nos rodea, haciendo que el sol de nuestra conciencia brille para los buenos y para los malos.
El judío que hay en nosotros ya sabe que un día vendrá el liberador que hará de él un hombre poderoso, pero, no queriendo renunciar a su mundo, prefiere pensar que ese Moisés es un personaje que ha de protagonizar un porvenir lejano, muy lejano.
Prefiere considerar que es algo con lo que tendrá que enfrentarse en el futuro, en un eterno futuro, jamás en el presente. Y, en todo caso, interpreta que ese Mesías anunciado en las Escrituras, no los liberará en el sentido de un desprendimiento de los valores que rigen su mundo, sino que esa liberación ha de consistir en darle tan vastos poderes, que se verá libre de toda dependencia de los demás, libre de «romanos«, de ocupantes y con atribuciones para someterlos a todos.
Ese Mesías materializado es el que actúa irrisoriamente en ciertos hombres «con poderes«, que vemos en las ferias del mundo, torciendo cucharas o avistando platillos volantes y sacando de ello honor y consideración.
«Con estas, los judíos trataron de apoderarse de él, pero escapó de sus manos”. (Juan X, 39).
En el Yod, Cristo se manifiesta aún en la naturaleza interna y, por consiguiente, no se puede aprehender por mucho que los poderes externos lo rodeen. Es una voz que va proclamando la eterna verdad y que es imposible silenciar. Aquellos que no han sido convencidos, que prefieren seguir identificados con lo que son, seguirán escuchando a Cristo pregonando un nuevo Reino, sin que puedan hacer nada para acallarla. Vivirán así en la contradicción, obrando según su particularismo y pensando según esa voz incómoda que no pueden eliminar de su conciencia.
En el próximo capítulo hablaré de: el Jordán
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