La lapidación
“Entonces los judíos cogieron piedras para lapidarlo. Jesús les dijo: muchas buenas obras he hecho delante de vosotros por la virtud de mi Padre, ¿por cuál de ellas me lapidáis? Los judíos le respondieron: no es por una buena obra que te apedreamos, sino por la blasfemia y porque siendo tú, como eres, hombre, te haces Dios. Jesús replicó: ¿No está escrito en vuestra ley: yo dije: dioses sois? Pues si llamó dioses a aquellos a quienes habló Dios y no puede faltar la Escritura, ¿Cómo de mí, a quien ha santificado el Padre y ha enviado al mundo, decís vosotros que blasfemo: porque he dicho: soy Hijo de Dios? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Pero si las hago, cuando no queráis darme crédito a mí, dádsele a mis obras, a fin de que conozcáis y creáis que el Padre está en mí y que yo estoy en el Padre”. (Juan X, 31-38).
Cuando Cristo habla a nuestra naturaleza interna y lleva a nuestra a conciencia la evidencia del Padre, la respuesta de los judíos es la lapidación; es decir, cubrir la enseñanza de una costra material que la explique, ordenándola y convirtiéndola en leyes.
Su fuerte es el discurrir, el ejercicio de la inteligencia, de modo que la respuesta natural a la penetración de la fuerza crística en el alma, es racionalizarla, reducirla a método, ponerle reglas, cubrirla con el sello del secreto y así dominarla. Pero el mundo que Cristo vino a revelar no es algo que pueda ser organizado, sino un modo de vivir espontáneo y natural, según el impulso que emana del interior.
Finalmente, la enseñanza de Cristo seria convertida por sus adeptos en un programa y se llamaría a los fieles a misa a las siete, comunión a las ocho, penitencia a las nueve, confesión a las diez, rosario a las tantas y pobre en la mesa a las cuantas. Pero toda esa organización, ese calendario, es el resultado de la «lapidación» de Cristo. Lo que no pudieron hacer aquellos judíos que lo rodeaban en el pórtico de Salomón, lo han hecho los llamados cristianos seculares.
Pero el Reino del Padre no se puede materializar y reducir a una práctica organizada. Se está o no se está en él, y si se está, ya se es del Reino, ya se lleva dentro y sobran todas las prácticas porque la persona está practicando constantemente, en todos sus gestos y sus palabras.
“Si no creéis en mi, creed en las obras que yo hago”, les dice Jesús.
Reinvertir la corriente de nuestra vida no es una operación fácil. Cuando el judío que hay en nosotros, experto en leyes, en prácticas esotéricas, conocedor de todos los secretos del arte de construir, se ve de pronto invadido por la fuerza crística, y la mítica Salomé empieza a bailar en su alma y siente que su cabeza va a ser degollada, lo más natural es que se defienda contra esa fuerza perturbadora y que trate de racionalizarla, de domesticarla y convertirla en teoría, en conocimiento planificado.
Si ello no le es posible, porque su alma sigue bailando dentro de él y despojándose de sus velos, entonces lo mejor para salvar la cabeza, es negar esa fuerza, declararla diabólica. Pero la personalidad crística, al apuntar en nosotros, empieza a producir obras. La irrupción del amor en la naturaleza humana, nos limpia, transmuta nuestro mundo y empiezan a aparecer en la conciencia realidades que antes no veíamos y entendemos cosas maravillosas, que antes no comprendíamos. Nuestros ciegos ven y nuestros sordos oyen. Y las dificultades exteriores desaparecen y disponemos de medios para realizar la obra transmutadora del mundo exterior.
Todo ello no es una teoría, sino una realidad que han experimentado todos aquellos en los que la personalidad crística ha penetrado hasta el estadio Yod, es decir, hasta establecer raíces en su pensamiento, el soplo de Kether-Padre habiendo arraigado en Malkuth.
Si desconfiamos de esa nueva fuerza que aparece inesperadamente, dejando sin vigencia nuestro viejo mundo, antes de lapidarla, juzguémosla por las obras que en nosotros realiza y por ellas veremos si estas son de Dios o son del diablo.
El diablo es hábil en el arte de los disfraces y muchas veces aparece en nosotros revestido de ropajes sublimes. Es muy frecuente que a ciertos místicos se les aparezca San Gabriel o la Virgen, para decirles que deben hacer esto o aquello, pero el Santo o la Virgen es solo un disfraz utilizado por el luciferiano para inducir al místico a una obra de fraccionamiento y división. A lo mejor lo induce a abandonar sus medios de vida, porque él está llamado a tareas superiores, o simplemente porque su conciencia no está ya para estos trotes, o lo induce a separarse de la comunidad humana en que estaba integrado, porque él ya está más allá.
El diablo también se disfraza de Cristo, porque cuando la fuerza crística actúa en nosotros, si no la integramos en nuestra naturaleza en su totalidad, también se producen «desperdicios«, con lo que se alimentan los luciferianos y nos suministran a su manera esas energías desperdiciadas.
Debemos pues saber juzgar a Cristo por sus obras cuando se manifiesta en nosotros; saber discernir si realmente es la naturaleza crística la que está operando dentro de nosotros, o si es nuestra vanidad y deseo de protagonismo lo que ha hecho aparecer una visión de Cristo que es un mero disfraz diabólico.
En el próximo capítulo hablaré de: recibir la palabra
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.