El Jordán
«Jesús se fue de nuevo más allá del Jordán, en el lugar en que Juan empezara a bautizar, y permaneció allí. Muchas gentes vinieron a él y decían: Juan no ha hecho ningún milagro; pero todo lo que Juan dijo de este hombre era verdad. Y en este lugar, muchos creyeron en él«. (Juan X, 40-42).
El Jordán representa aquí la línea simbólica que separa el mundo sagrado del profano. Son esas aguas que por un lado tocan la tierra humana y por la otra orilla la tierra divina. Juan las utilizó para bautizar, elevando esas aguas de su nivel natural para convertirlas en las aguas de Hochmah, las aguas purificadoras que representan el pasaporte para la transmutación de los sentimientos y el acceso a la vida sagrada.
Así, Jesús retorna a sus orígenes, al comienzo de su mandato. En ese punto, Jesús, el hombre, Jesús-Malkuth, recibió la naturaleza crística, la cual, desde arriba, desde los mundos internos, empezó a derramarse hacia abajo en un trabajo de purificación. En ese punto del relato, la fuerza crística ha llegado abajo y desde aquí empezará la fase de exteriorización en el mundo material.
Juan no hizo milagros, dice la gente que iba a él y, ciertamente, el hombre de leyes, aún en el estadio final de su evolución, no es transmutador de la realidad, no opera revoluciones, sino simples mejoras dentro de una misma línea. Pero al llegar al estadio evolutivo llamado Juan, la ruptura con el mundo antiguo se intuye ya y la naturaleza interna anuncia el advenimiento del otro, de aquél que sí hace milagros.
En ese lugar, cuando Cristo tras todo un ciclo de trabajo, baja a su tierra primordial, muchos creen en él, no porque conozcan su naturaleza, sino porque confían en lo que dijo Juan, en lo que les está diciendo su Juan interno.
En cada uno de los Pasos que da Cristo por nuestra naturaleza interior y que Juan describe en cada uno de los capítulos de su Evangelio, puede producirse la evidencia interna de la realidad que Él representa, y podemos así «pasarnos» a su Reino.
Pero si lo hacemos antes de que Cristo llegue a su décima etapa, a la etapa Yod, nuestras experiencias en el mundo profano no se encontrarán aún en su punto de madurez. El Reino habrá venido a nosotros anticipadamente y quizá vivamos en él en estado de desequilibrio, siempre con la amenaza pendiente de vernos en el otro lado, completando nuestra formación profana.
Cuando Cristo aparece en el Yod, o sea cuando se abre paso en nuestros mecanismos mentales, ya no es una revelación propiamente hablando lo que produce en nosotros sino que es la lógica de la dinámica cósmica lo que nos lleva a descubrirlo.
El proceso del trabajo intelectual interno conduce a Juan y en el punto llamado Juan se hace evidente la necesidad de transmutar los sentimientos para que estos colaboren en la empresa superior que vamos a iniciar. Entonces Juan entra en el Jordán, bendice sus aguas y bautiza con ellas a los que van a emprender el nuevo camino.
Ya con las aguas-sentimientos transmutados, pasan a la otra orilla, en la que aparece la realidad llamada Cristo. Así, los conocimientos materiales culminan en Juan; allí se produce una elevación de los sentimientos y tras ese ineludible bautizo, aparece de una forma natural Cristo y su Reino.
Por ello los discípulos de Juan serán finalmente los mejores discípulos de Cristo, porque no lo habrán encontrado de sopetón, en forma de revelación prematura, sino que ha aparecido al final de un largo proceso natural, vivido por ellos desde el principio hasta el final.
Aparece en esta parte del Evangelio un elemento que en las enseñanzas cabalísticas permanece muy oscuro y muy abstracto, y es lo relacionado con las cincuenta puertas de la inteligencia.
Los estudiantes de astrología cabalística ya conocen lo relacionado con los programas de los setenta y dos genios y saben que las posiciones planetarias, en un tema, indican los programas con los que nuestra conciencia está trabajando y los senderos que nuestra alma está recorriendo. Pero, ¿y los demás? ¿No nos conciernen?
Nada hay en el Universo que no pueda concernirnos, de modo que aunque nuestra conciencia no trabaje expresamente en ellos, sí nos conciernen y no podemos permanecer indiferentes a su temática. Tampoco cabe decirnos que ciertos programas ya figuran interiorizados en nuestra conciencia, puesto que el universo adquiere sin cesar nuevos conocimientos y estos van siendo incorporados a los programas de los setenta y dos, que constituyen así un curso permanente, eterno y renovado.
Tendremos así que de acuerdo con el plan general establecido por el Ego Superior, estaremos trabajando específicamente en unos programas celestes. Por otra parte, los señores del destino nos vinculan a ciertos programas luciferianos, a los que nos hemos hecho acreedores por merecimientos propios. Así tenemos a determinados ángeles y luciferianos a nuestro servicio. Esos programas celestes producen desperdicios, porque rara es la persona que puede integrarlos por completo. Siempre se le escapan migajas que los «perros» absorben.
Pero aparte estos programas específicos, el paso de los planetas por los distintos grados del Zodiaco produce un desprendimiento de energías creadoras que necesariamente deben ser absorbidas y transformadas como lo son los alimentos en nuestro estómago. En esa transformación trabajan todas las oleadas de vida activas en el universo y auto conscientes. El ser humano tiene su parte en este trabajo y si no lo realiza, ese alimento va a los «perros» y entonces son ellos quienes nos suministran en negativo los materiales cósmicos que no hemos sabido utilizar positivamente.
De esta forma, no solamente aprendemos con lo que entra por la puerta de nuestra conciencia, sino por lo que nos aportan los ladrones y bandidos que entran por las cincuenta puertas. A medida que vayamos avanzando, estaremos en condiciones de integrar lo positivo que «cae» del universo y las puertas por las que entran los desperdicios se irán cerrando en nosotros.
En el próximo capítulo hablaré de: Lázaro de Betanía
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.