Preparar la pascua
“El día de los panes sin levadura, en que debía celebrarse la Pascua, llegó y Jesús envió a Pedro y a Juan diciendo: id y preparadnos la Pascua, a fin de que comamos. Ellos le dijeron: ¿Dónde quieres que la preparemos? Y les respondió: he aquí que cuando hayáis entrado en la ciudad, encontraréis a un hombre que lleva un jarro de agua; seguidlo en la casa en que penetre y diréis al dueño de la casa: el Maestro te dice: ¿Dónde está el lugar en el que comerá la Pascua con sus discípulos? Y él os mostrará una gran habitación alta, amueblada: allí prepararéis la Pascua. Ellos se fueron y encontraron las cosas tal como les había dicho y prepararon la Pascua”. (Lucas XXII, 7-13; Marcos XIV, 12-16; Mateo XXVI, 17-19).
Vemos en este punto como Pedro, la piedra angular de su Iglesia, y Juan, el discípulo amado, son los encargados de preparar la Pascua. Esa preparación exige el previo encuentro en la ciudad con un hombre que lleva una jarra de agua y que se dirige a una casa. Vimos, al identificar cósmicamente a los doce Apóstoles, que Pedro es el representante de Capricornio, Juan es el de Piscis, y ese hombre con la jarra de agua nos lo encontramos en el Zodiaco simbolizando el signo de Acuario, que se encuentra precisamente entre Capricornio y Piscis. Esos tres signos son atravesados por el Sol antes de alcanzar Aries, el punto de reunión cósmico de celebración de la Pascua. En el proceso natural de las estaciones del año, Capricornio, Acuario y Piscis preparan el terreno pascual.
La primera condición para celebrar la Nueva Pascua es que los dos discípulos entren en la ciudad, o sea, en la organización psíquica preexistente, en esa ciudadela mental que debe ser cambiada. Esos dos discípulos, portadores del nuevo mensaje, representan la tendencia que construye en firme, la que edifica sólidamente, el Pedro capricorniano, y la que purifica, la que limpia al ser humano de sus deseos es decir, el Juan pisciano.
Juan evangelista es llamado a veces en la crónica sagrada discípulo predilecto de Jesús, porque existe una especial relación entre el centro crístico que en el Árbol de la Vida aparece con el nombre de Tiphereth y el signo de Piscis, que Juan personifica.
En efecto, el Mundo cabalístico de Creaciones regido en su conjunto por Hochmah, es el del agua, el de las emociones y deseos, relacionado con los tres signos zodiacales de Agua: Cáncer, Escorpio y Piscis. Los tres Sefirot que se encuentran en ese mundo son los conductores de esas energías zodiacales: Júpiter administra las de Cáncer; Marte las de Escorpio y Sol-Tiphereth las de Piscis. Tiphereth y Piscis se encuentran pues estrechamente unidos, siendo uno de los objetivos de Cristo el de limpiar al ser humano de sus pasiones, llevarlo a la renuncia de lo sentimental, poniendo la fuerza-deseo al servicio del designio del Padre.
Juan es el que, en el ámbito humano, realiza esta misión, preparando para la penetración de la naturaleza crística, lo mismo que el otro Juan, el Bautista, servía de anuncio a su llegada. Juan y el constructor Pedro son los enviados por Jesús a la ciudad de los hombres para preparar la Pascua.
Una vez allí, tienen que seguir al hombre con la jarra de agua, es decir, un hombre que llevaba su Agua perfectamente acondicionada en su vasija, no dentro de él, sino fuera, en su correspondiente receptáculo, como sucediera en la Tierra después del Diluvio, cuando las aguas dejaron de impregnar la atmósfera para precipitarse a su receptáculo natural, el continente marino. Esta es la condición del hombre de Acuario, que ya no se ve obstaculizado por sus aguas-emociones, las cuales, sin embargo lleva encima; ya que cada elemento se incorpora a los sucesivos, poniendo sus fuerzas a la disposición del que está en funciones. Así el Fuego se incorpora al Agua cuando dejan de combatirse; el Fuego y el Agua se incorporan al Aire y esos tres unidos se incorporan luego a la Tierra.
Ese hombre que han de seguir, es un hombre de la ciudad, no un discípulo de Cristo. Este detalle tiene un profundo significado, porque indica que es el mundo antiguo el que conduce al lugar en que ha de nacer el nuevo mundo. La revelación del Reino no ha de venir de fuera, sino de nuestro interior. Cuando nos hemos despojado de la perturbación sentimental que nos lleva a valorar las cosas de acuerdo con unas medidas que no son las verdaderas, y entramos así en el mundo de la lógica y de la razón, siempre que no hayamos matado los sentimientos y los llevemos a cuestas, perfectamente ubicados en su demarcación, la dinámica natural de esa nueva personalidad nos llevará a la mansión en la que ha de celebrarse la Nueva Pascua, y descubriremos esa gran habitación alta y amueblada que el dueño de la casa pone a la disposición de Cristo; ese dueño de la casa que todos tenemos y que nos tiene ya preparado el escenario en el que nuestra personalidad mortal ha de descubrir la trascendencia.
Cuando el purificador del antiguo mundo y el constructor del nuevo reciben el mandato crístico -la inspiración- de ir a la ciudad a preparar las cosas, aparece automáticamente el hombre de la jarra de agua y la celebración de la Nueva Pascua ya está en marcha.
La Pascua de los judíos celebra la salida de Egipto del pueblo elegido, gracias a ese cordero que todos comieron y cuya sangre marcó las puertas de los elegidos a fin de que el ángel de la muerte no entrara en ellas. Ya hemos visto en anteriores comentarios que ese cordero cuya sangre salva es el Cordero Divino de Aries, a través del cual el ser humano recibe todos los años un nuevo aliento, un nuevo impulso espiritual, un nuevo designio a realizar. Si la sangre de ese cordero no aparece en las puertas de nuestra vida, el ángel de la muerte entrará en ella y aunque nuestros cuerpos sigan manteniéndose erguidos, si no estamos animados por un nuevo propósito, una nueva ilusión primaveral, será como si estuviéramos muertos.
Lo que el cordero trajo entonces al pueblo elegido fue el Maná que cayó del cielo. Ya sabemos por las enseñanzas de los hermanos mayores que ese Maná es el cuerpo del pensamiento, que recibieron entonces los pioneros que formaban parte de ese pueblo elegido. Recibieron del cielo el cuerpo que les permitiría pensar, descubrir las reglas activas en el mundo, y así comprender el funcionamiento de la máquina cósmica.
Así pues, celebrar la primera Pascua, significa celebrar el advenimiento de la capacidad de pensar, que significaba a su vez la liberación de la esclavitud a la que el imperialismo del deseo somete al ser humano. La persona esclava de sus deseos y emociones es quien vive aún en Egipto, condenada a edificar esa pirámide sobrehumana que ha de conducirla a su salvación; ha de ser el trabajo humano el que conmueva a las potencias celestiales y las impulse a programar su liberación.
En la Nueva Pascua, se vuelve a comer, no ese Maná llovido del cielo y que ya posee, sino la carne y la sangre de Cristo. En la primera Pascua se come el alimento de Binah; en la Nueva Pascua, el alimento de Hochmah, en cuyas substancias se encuentra Kether, el Padre.
En el próximo capítulo hablaré de: quitarse las vestiduras
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