Quitarse las vestiduras
“Antes de festejar la Pascua, Jesús, sabiendo que su hora de pasar de este mundo al del Padre había llegado, y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, culminó su amor hacia ellos. Durante la cena, cuando el diablo había inspirado ya el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, del propósito de entregarlo, Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todas las cosas entre sus manos; sabiendo que había venido de Dios y que se iba a Dios, se levantó de la mesa, se quitó sus vestiduras y tomando un paño, se ciño con él”. (Juan XIII, 1-4).
Así se inicia el trabajo crístico en el Mem, la letra-fuerza que preside en la construcción del mundo material. Jesús, en sus parábolas, habló a menudo de la necesidad de ceñirse, de aguardar al dueño de la casa con el cinturón puesto, con los lomos preparados para el viaje. Aquí vemos que su primer gesto, en esa noche memorable del Mem, en la que la divinidad trabaja en las sobras, fue ceñirse.
En aquel tiempo los hombres no llevaban pantalón, sino túnica, de modo que el cinturón no era un utensilio que sirviera para sostener los pantalones, sino que era un objeto simbólico, un signo espiritual que, con el tiempo, se materializaría y se convertiría en un objeto que realiza una función física.
En primer lugar, nos dice Juan que Jesús, habiendo conservado en esa noche la plena conciencia de su misión, se levantó de la mesa y se quitó las vestiduras. Siendo la túnica el vestido utilizado en aquel tiempo, Jesús se lo quitó y apareció desnudo ante sus discípulos. No se trata aquí de especular sobre si llevaba calzoncillos o no, ya que estamos en el relato simbólico de unos hechos que interesan en tanto que suceden eternamente, que constituyen una dialéctica permanente de la divinidad con el ser humano.
En esa noche del mundo en que se celebra la Nueva Pascua, Cristo aparece desnudo ante los suyos, como apareciera Salomé al final de su danza de los siete velos. La divinidad se desnuda para entrar en ese baño de tinieblas que es el mundo que debe transformar. Ya no es un sentimiento, un pensamiento, sino una carne y una sangre que es preciso comer y beber.
Una vez desnudo, Jesús se ciñe con un paño. El cinturón, la faja que llevan los prelados y cuyo uso tan generalizado estaba en la Edad Media, puesto que la faja aparece en todos los vestidos regionales y es un símbolo, decíamos. Es la barrera simbólica que separa el mundo de abajo del de arriba; es la frontera que impide al instinto colonizar el cerebro.
Es curioso constatar que ahora, en la época actual, el cinturón tiende a desaparecer. No hablemos ya de la faja, que solo se utiliza interiormente para contener la protuberancia abdominal. La juventud ya no sostiene sus pantalones con un cinturón y así, sin barreras, sin aduanas, los instintos pueden colonizar libremente la mente y convencerla de que la ley que rige abajo es avanzada, es revolucionaria, es liberadora. «En el mundo de abajo está la libertad«, le dice el instinto al cerebro, y consigue que se lo crea.
En el instante de disponernos a celebrar la Nueva Pascua es preciso que nuestro Cristo interno aparezca al desnudo, no como una pintura emotiva o como un argumento racional, lapidado bajo el sello de una regla, sino en carne y hueso. Luego, ciñámoslo para que el mundo de abajo permanezca en su bajo fondo y encuentre en la cintura, en los riñones, una barrera inexpugnable, de suerte que ni lo que está debajo de la cintura pueda subir, ni lo que está arriba pueda bajar, puesto que ya hemos visto anteriormente que con las energías desperdiciadas, procedentes de arriba, los de abajo trazan copias contrarias que luego nos «venden» como si fueran auténticas.
Tener los lomos ceñidos significa pues no mezclar las fuerzas que actúan en los distintos niveles de nuestra personalidad; significa ponerle coto, barrera, a cada fuerza, y hacerlo voluntariamente, con nuestro propio discernimiento, del mismo modo que cada uno de nosotros es quien se ciñe el cinturón.
En el próximo capítulo hablaré de: lavar los pies
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