La tristeza del alma
Triste está mi alma hasta la muerte, confesó Jesús al grupo que debía velar, expresando así la zozobra que nuestra alma ha de sentir cuando, ineludiblemente, una de sus partes ha de verse separada del resto para redimir el mundo. A lo largo del camino, ya nos hemos ido despegando de todo. Ya no experimentamos los placeres del alba, de las primeras horas de nuestro peregrinaje humano; nos ha abandonado ya hasta la nostalgia de esos placeres y ni tan siquiera su recuerdo puede despertar un eco en nuestra sensibilidad. Estamos integrados en una familia, pero cada vez compartimos menos con ella nuestros afanes; estamos rodeados de gentes, pero difícilmente podemos establecer una comunicación profunda con ellas. La soledad crece, se expande a nuestro alrededor, aunque a veces bajamos de tono y volvemos a estar con los familiares, los amigos, volvemos quizá a amar y ser amados.
Cuando llegamos al último trance, todo ello tiene que desaparecer. No podremos ser fuente de amor si nosotros mismos estamos bebiendo en su manantial. O se es fuente, o se es peregrino que abreva su sed en ella. No volver a experimentar necesidades humanas puede ser algo muy seductor visto desde fuera, sin embargo resulta muy angustioso cuando uno lo está viviendo, porque somos necesidad humana, esa necesidad es precisamente lo que nos identifica como seres humanos, lo que nos caracteriza y nos distingue.
Al abandonar la necesidad de hacer esto o aquello, entraremos en la nada y pasará un tiempo hasta que la sensación de placer nos sea restituida, del mismo modo que el bebé que viene al mundo tarda un tiempo antes de experimentar ciertas sensaciones. También nosotros sudaremos en esa hora gruesas gotas de sangre y en ellas se derramará nuestra memoria emotiva. Saldrá así, como un sudor, todo nuestro historial sentimental, todo lo que nos particulariza y nos distingue de los demás seres, de nuestras horas de felicidad, de manera que en la nueva etapa no pueda venirnos alguien, de sopetón, y decirnos: “¿Te acuerdas del amor que hemos vivido juntos? ¿Te acuerdas de las caricias que nos hemos prodigado, de los juramentos que hemos entrecruzado?” Esta sangre, que guarda el testimonio de lo que hemos sido a través de nuestros sentimientos, tiene que ser expulsada, no por el mecanismo de la muerte, sino de una manera consciente y voluntaria. Tenemos que arrojar por la borda nuestras intimidades y revestirnos de inocencia para poder ser fuente de amor.
Abba (Aleph-Beith), Padre, aleja de mí este cáliz, suplicaba Jesús. Los sentimientos son agua, ya lo hemos visto, y el agua para ser bebida necesita un cáliz, una copa. Las copas, en los arcanos menores del Tarot, representan los sentimientos. El cáliz que Jesús no quería beber era el de su historial emotivo, tal como queda referido en el punto anterior.
Para penetrar en la voluntad del Padre, el Hijo tiene que olvidarse a sí mismo. Para renacer en Él, tiene que dejar de ser el Hijo, beberse el cáliz de sus propias experiencias y olvidar que las ha vivido. Así nos sucede a nosotros al final de cada vida. Nos es ofrecida la copa del olvido y ya no recordamos nada de nuestro pasado, salvo las experiencias que cada vivencia nos procuró. Esto que repetimos a cada ciclo de vida, ocurre igualmente al pasar de un estado a otro. La materia física no puede subir al mundo de los deseos, y la materia-deseo no puede subir al mundo del pensamiento, ni esta penetrar en los mundos espirituales en que reside el Ego Superior.
Tampoco Hochmah puede penetrar en Kether si no deja de ser Hochmah, si no se olvida de todo su historial para conservar únicamente las experiencias que este le ha procurado y verterlas en Kether, volviendo así a la unidad de la que salió.
Algo en nosotros suplica por no beber el cáliz de nuestro historial sentimental, aún sabiendo que esto ha de suceder y que existe en nosotros mismos una voluntad de que así sea. Beberlos, tragarnos nuestros sentimientos, significa, como hemos dicho, comernos nuestras piezas de identidad, lo que nos distingue como personas.
Dice la crónica que se le apareció a Jesús un mensajero del cielo para confortarlo. Esto significa que en esta hora difícil recibiremos consuelo del cielo. No estaremos solos en el momento del supremo sacrificio. Supremo, puesto que nos identificamos con nuestros deseos y sacrificarlos significa realmente comernos nuestro documento de identidad. El cielo nos acompañará en este trance. En los momentos cruciales de nuestra existencia, como pueden serlo el nacimiento y la muerte, los habitantes de las otras esferas se nos manifiestan. El recién nacido puede ver, a veces durante años, a los habitantes del mundo que acaba de dejar. Lo mismo ocurre con las personas que mueren, las cuales, junto con sus familiares muertos, ven aparecer ángeles que las acompañan. Jesús fue seguido a lo largo de su ministerio por una cohorte de arcángeles. Pero aquí los cronistas se refieren a ellos para que sepa el peregrino que él también dispondrá del consuelo de las jerarquías espirituales cuando decida sacrificar su cuerpo de deseos para fundirlo en el cuerpo universal, poniendo a la disposición de todos los seres humanos sus contenidos sublimes y renunciando a ejercer la voluntad encerrada en ese cuerpo y que le daba una vida autónoma, para someterse a la voluntad del Padre, del Ego y ser uno con Él.
En el próximo capítulo hablaré de: la carne es débil
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