La parábola del hijo pródigo
Lucas, en su capítulo XV, pone en relieve el valor de lo perdido. Lo perdido vale más que el objeto de igual valía que nunca se perdió. Refiere en primer lugar la parábola de la oveja perdida, que ya hemos comentado en el Evangelio de Mateo. En su relato, el pastor que ha hallado la oveja perdida, la pone, alegre, sobre sus hombros y, vuelto a casa, convoca a sus amigos y vecinos, diciéndoles: «Alegraos conmigo porque he hallado mi oveja perdida«. «Yo os digo – replicó Jesús – que habrá en el cielo más fiesta por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que tienen necesidad de penitencia».
Luego nos refiere la historia de la dracma perdida en esos términos: «¿Qué mujer que, teniendo diez dracmas, si perdiera una, no encendería la luz, barrería la casa y buscaría cuidadosamente hasta hallarla? Y una vez hallada, convocaría a las amigas y vecinas, diciendo: alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido. Tal os digo que será la alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia«. El valor de lo perdido culmina finalmente en la más bella y consoladora parábola que Jesús diera a sus hermanos de la Tierra, la del hijo pródigo.
«Un hombre tenía dos hijos y el más joven fue al encuentro de su padre para decirle: padre, dame la parte de hacienda que me corresponde. Les dividió la hacienda y, pasados pocos días, el más joven reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su hacienda viviendo disolutamente.
Después de haberlo gastado todo, sobrevino una fuerte hambruna en aquella tierra, y comenzó a sentir necesidad. Fue y se puso a servir a un ciudadano de aquel lugar, que le mandó a sus campos para que apacentara sus puercos. Deseaba llenar su estómago de algarrobos que comían los puercos, y no le era dado. Volviendo en sí dijo: ¡Los jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré al encuentro de mi padre para decirle: padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, le vio el padre y, compadecido, corrió hacia él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos. Diciéndole el hijo: padre, he pecado contra el cielo y contra ti: ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadle, y comamos y alegrémonos porque este mi hijo que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta.
El hijo mayor se hallaba en el campo y cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros; y llamando a uno de los criados le preguntó, que era aquello. Él le dijo: ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado, porque le ha recobrado sano. Él se enojó y, no quería entrar, pero su padre salió y le llamó. Él respondió diciendo a su padre: hace ya tantos años que te sirvo, sin jamás haber traspasado tus mandatos, y nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos, y al venir este hijo tuyo, que ha consumido su fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado. El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes, tuyos son; más era preciso hacer fiesta y alegrarse porque este, tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado«. (Lucas XV, 11-32).
Se nos muestra, en esa historia de amor entre un padre y sus dos hijos, el lazo entrañable que une el mundo divino al humano. Vemos, en primer lugar, al padre entregar al hijo que desea partir a una tierra lejana la parte de su hacienda sin intentar detenerlo. Así sucede al comienzo de cada una de nuestras encarnaciones. Estando en la casa del padre, o sea, en el seno del Ego Superior, que es nuestro padre celestial, se manifiesta de pronto una fuerza llamada hijo que siente la necesidad de partir a un lejano país que es la tierra física. Toma su hacienda y se va, viviendo disolutamente, es decir, disolviendo en esa tierra humana los valores con que le había dotado el padre.
Perdidos, gastados esos valores, es cuando ese hijo siente fuerte hambre de ellos y para procurarse comida tiene que vivir entre los cerdos, apacentado, sirviendo de receptáculo a esas fuerzas infernales que suelen llamarse «los cerdos» y que se encargan de la administración de las energías espirituales «desperdiciadas«. Y es allí, en la extrema degradación que redescubre lo que el Padre representaba para él, anidando en su alma el deseo de un retorno.
Cuando estamos en el mundo «apacentando puercos«, llenos hasta los topes de fuerzas diabólicas, hemos perdido nuestra calidad de hijos y solo podemos aspirar a ser «jornaleros» en la casa del Padre, y comer a ese título su pan. Pero basta con que el hijo se aproxime a los dominios del Padre para que se vea restablecido en su dignidad primigenia. Si él se pone en camino el Padre saldrá también para recibirlo lejos de la casa, arrojarse a su cuello y cubrirlo de besos. En el retorno hacia la patria celestial, tendremos que andar solos únicamente la mitad del camino, porque el padre nos acogerá en la segunda mitad. Él nos vestirá con la túnica de las celebraciones y organizará una gran fiesta en nuestro honor, para celebrar nuestro retorno a la vida.
En el próximo capítulo hablaré de: El enojo del otro hijo
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