La impotencia
En efecto, ya hemos visto, a lo largo de estos estudios, que para realizar cualquier acto necesitamos que una fuerza espiritual nos provea de las energías necesarias para llevarlo a cabo, y que es nuestra voluntad la que llama al trabajo a las distintas entidades que se ocupan de la administración de las fuerzas que necesitamos. A medida que Cristo penetra en nosotros, dejamos de interesarnos por una serie de cuestiones y nos dirigimos hacia otras, de modo que una determinada categoría de entidades espirituales se retira, y aparecen otras que han de poner a nuestra disposición su personalidad energética.
Para poder generar, es preciso que exista el deseo, o sea, que esté en nosotros la entidad que lo personifica. Si no está presente, se dice que el hombre es impotente y, por lo tanto, no puede generar. Lo cual no significa que todos los impotentes estén en los últimos lazos del camino, ya que esta situación también puede ser la consecuencia de pasadas actuaciones.
Cuando el tránsito de Cristo por nuestra naturaleza nos impulsa hacia arriba, aparecen en nosotros las entidades espirituales que fecundan el cerebro y los órganos generativos se encuentran sin posibilidad de expresión. Entonces los hombres se vuelven impotentes y las mujeres estériles. El órgano de arriba no tiene sexo. No existe un cerebro específico de hombre y un cerebro de mujer. Por ello, a medida que nos elevamos, van desapareciendo las diferencias sexuales, y el trabajo de hombre y el de mujer son idénticos cuando se realizan con la mente, si esa mente se proyecta hacia arriba, en lugar de estar al servicio del mundo de abajo.
Por el contrario, el trabajo manual y emotivo de uno y otro sexo es muy distinto. Los órganos sexuales producen un mundo dividido, en el que lo positivo y lo negativo tienen que fundirse, pero a menudo se enfrentan y multiplican así la división. El órgano cerebral produce el mundo unitario que Cristo vino a revelar. Por ello no contrajo matrimonio ni generó hijos, como lo hacían los dioses de la Mitología.
La Tierra que Él deja no es la mujer-esposa, o sea la polaridad negativa de su propia personalidad, porque lo positivo y lo negativo están fundidos en él, sino la madre, representación de esa esencia primordial sin la cual nada puede existir. La madre existió antes de que el mundo fuera. En nuestro sistema solar, la madre es el Zodíaco. En la Mitología, la madre primordial es Gaia, la cual dio vida por sí sola a Urano, el que sería el elemento macho que luego la fecundaría.
La Nueva Tierra Madre, en la que florecería la nueva humanidad crística, fue recibida en casa del discípulo Juan, según él mismo nos refiere. Esa tierra virgen, esa María Purísima, está viviendo en casa de Juan; Juan la mantiene, la alimenta, la cuida, la viste y la mima.
Juan, el revelador de los cambios que se producirían en el mundo al instalarse en él el Reino de Cristo, en su Apocalipsis, tomaría el nombre simbólico de Cristian Rosenkreutz para mantener, alimentar y cuidar la nueva tierra, tal como Cristo se lo encomendara.
Bajo su mandato, los Hermanos Mayores de la Rosa Cruz trabajan en la perfección de la Obra. Trabajan para conseguir que María viva feliz y floreciente; para que de ella vaya emergiendo la nueva humanidad que ha de vivir unitariamente, sin enfrentamientos, sin confrontaciones, sin oposiciones, sin partidos, bajo el mando del Rey de ese nuevo universo, querido y aceptado por todos.
Al igual que Juan lo hizo y lo está haciendo, debemos considerar que el ruego de Jesús, ya clavado en la cruz, se dirige a cada uno de nosotros, y todos debemos ser los cuidadores de esa nueva tierra, de esa madre eterna que Cristo nos dejó al final de su itinerario. Debemos ser los guardianes de María, los custodios de su pureza, para que de sus entrañas pueda nacer la Nueva Humanidad, la portadora del cambio.
En el próximo capítulo hablaré de: tengo sed
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