La dinámica de la redención
Era de noche, precisa el cronista, cuando Judas salió. La nueva Pascua es una fiesta nocturna. Es la fiesta mayor de la Luna. Todas las lunas llenas son grandes en el calendario lunar, porque es entonces cuando la Luna, rebosante de plenitud, en el apogeo de su Luz, se plasma más claramente en el mundo, cumpliendo el mandato que recibiera del Sol.
Pero la Luna llena de abril es muy distinta de las demás. En efecto, hemos dicho en el punto anterior que el Sol, en su tránsito por los signos del Zodiaco, va recogiendo propósitos humanos y encarga a la Luna su ejecución a niveles materiales. Pero en Aries no hay propósitos humanos que recoger, sino que es el designio divino el que se expresa. Cuando el Sol y la Luna se juntan en Aries, padre e hijo, Kether y Tiphereth le dan a Judas-Luna el alimento que ha de permitirle traicionar a la divinidad, exteriorizando su esencia y prostituyéndola así de algún modo, ya que el impulso espiritual no será comprendido por los seres humanos o, por lo menos, no lo será en su totalidad.
Judas-Luna derramará -vomitará podríamos decir- ese pedazo que Jesús le ha dado, desde Libra, signo que, como hemos visto, representa la puerta de las tinieblas, como Aries es la puerta de la luz. Allí actúan los sacrificadores, los ritualistas, los institutores de reglas. Pero será en esas tinieblas donde la razón podrá entrever la luz que en Aries es demasiado cruda para que el ser humano pueda contemplarla. Podemos así decir que la traición de Judas, perpetrada todos los años en el plenilunio de Aries-Libra, pone a nuestro alcance la vida divina, de una manera graduada, que hace posible nuestra interiorización.
En la dinámica de esa traición vemos pues cómo la luz del mundo es entregada a las tinieblas para que, muriendo en ellas, las transmute. Esto sucede desde siempre, desde mucho antes de que Cristo hiciera su aparición en nuestra Tierra humana. Pero la traición antigua, aquella de que fuera objeto Sansón por parte de Dalila, estaba elaborando el mundo de Jehovah, el de las reglas, permitiendo al ser humano construir su Jerusalén interna. La aparición de Cristo hace que la divinidad se presente bajo su segundo aspecto, el de dispensador de la gracia y esa gracia, ese reino paradisíaco, es el que Judas nos revela en su traición del plenilunio de Abril.
Así pues, si no hemos participado en la sagrada cena, si no hemos comido y bebido la sangre y la carne de Cristo, se sucederán en nuestras vidas las lunas de abril sin que apercibamos en nosotros el advenimiento del Reino. Al contrario, la lucidez procedente de la traición de la luz nos llevará a fortificar esa primera Jerusalén, a levantar en nuestro recinto psíquico nuevas edificaciones, nuevas calles, nuevos vehículos de comunicación, de manera que todo resulte coherente y nos confirme en nuestros presupuestos y nuestra pequeña verdad se haga más firme.
En cambio, si estamos presentes en el banquete mítico, si recibimos el pan de Cristo y oímos su voz que nos dice: «Tomad, comed, este es mi cuerpo«, y si recibimos de él la copa, diciéndonos: «Bebed, que esta es mi sangre, la sangre de la alianza, derramada por muchos para la remisión de los pecados» (Mateo XXVI, 26-28. Marcos XIV, 22-24, Lucas XIV, 20), el fruto de la traición nos llevará, no a fortificar la vieja ciudad, sino a destruirla para poder levantar sobre sus ruinas la nueva Jerusalén.
Por ello abril es un mes contradictorio, que impulsa a los unos a reafirmarse en sus posiciones, a consolidar su verdad, mientras que otros, como Pablo en el camino de Damasco, ven desplomarse sus certidumbres y aparecer en su psique las ruinas sobre las que se levantará su ciudad sagrada.
El cristianismo histórico ha convertido la Sagrada Cena en un rito. Digamos una vez más que el rito puede ser el hilo conductor hacia una verdad profunda; pero por desgracia, no fue esto lo que sucedió con la antigua religión de Jehovah. El sacramento de la comunión debería llevar a quien lo recibe a la evidencia de que Dios está dentro, puesto que se lo introduce el sacerdote. El fiel debería sentir que él es Dios, y ese convencimiento lo llevaría a comportarse según su divinidad interna y ya no necesitaría comulgar, porque el rito ya habría cumplido sus objetivos. En la medida en que el postulante se presenta una y otra vez ante el sacerdote para comulgar, ello significará que el rito no realiza su función.
Comer y beber la carne y la sangre de Cristo ha de ser un hecho real y no rituélico, y ello ha de consistir en incorporar a nuestro organismo su realidad material para que, al exteriorizarse, se derrame de nosotros, en gestos, palabras, actitudes, ese alimento que hemos absorbido.
En el próximo capítulo hablaré de: el fruto de la viña
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