El fruto de la viña
La copa que Jesús ofreció a sus discípulos estaba llena del «fruto de la viña«, que no volvería a beber, dijo, hasta el día en que estuviera con ellos en el Reino del Padre (Mateo XXVI, 29. Marcos XIV, 25. Lucas XXII, 18).
Los ritualistas cristianos han interpretado que ese «fruto de la viña» era vino, y así el vino ha entrado en el ceremonial de la misa pero ninguno de los evangelistas habla del vino. En cambio, sí se dice en la historia de Noé, que bebió vino y se embriagó, y también se precisa que en las bodas de Caná, Jesús, a requerimiento de su madre, convirtió el agua en vino. No era vino lo que Jesús ofreció a sus discípulos en la Sagrada Cena, sino el zumo de la viña, sin fermentar.
Jesús se refirió, a menudo, en sus parábolas a la viña y en una de ellas aparece el dueño de la viña, que es una imagen del Padre y los viñadores, que son los seres humanos. La viña, esa planta solar, que casi no necesita agua para subsistir y dar fruto y cuyos frutos en cambio son agua dulce, purificadora, capaz de deshacer los coágulos de la sangre y salvar a una persona del infarto, es la perfecta imagen del amor de Hochmah que purifica la sangre, vehículo del cuerpo de deseos, a través de Tiphereth, su representante en ese mundo.
El jugo de la viña de arriba, al ser tratado por los servicios de Binah, se convierte en vino, es decir, la pureza se altera y se produce una fermentación. La sabiduría se convierte en conocimiento experimental. El abuso de ese conocimiento altera al ser humano, lo embriaga, no lo puede asimilar de una manera correcta y, bajo su influencia, pierde el control de sus gestos y de sus palabras y, finalmente, se duerme. Así le sucedió a Noé cuando se encontró en un universo gobernado por Binah y se puso a beber, o sea, a ingerir un conocimiento que era incapaz de digerir.
En las bodas de Caná, María, la madre de Jesús, representante de la Tierra, pidió a este que convirtiera el agua en vino, o sea, que llevara a los sentimientos-Agua, el conocimiento-vino.
Elevar los sentimientos a una categoría superior fue uno de los primeros trabajos realizados por Cristo al manifestarse en el Beith, esa letra-fuerza que representa la fase de arraigo de la espiritualidad, del designio del Ego en el ser humano.
El Beith es una letra bajo el dominio de Hochmah y en ella se realizan por anticipado los trabajos que Hochmah realizará más tarde de una manera real al unir el elemento Agua al Fuego primordial de Kether, haciendo que ambos elementos puedan colaborar en las tareas de la Creación. Cuando Agua y Fuego dejan de combatirse, cuando los sentimientos se convierten en aliados del designio divino, nace el pensamiento, productor del conocimiento. Ese proceso se sintetiza en el vino, en el que el agua de la uva es penetrada por el fuego del Sol. Pero el ser humano no está en condiciones de asimilar un pensamiento procedente del exterior y su penetración le hace perder el control de su vehículo. En cambio, cuando el designio divino ha arraigado en el interior, al ingerir el zumo de la uva, el proceso de fermentación se realiza en el interior del cuerpo, cuando los azúcares de Hochmah se convierten en nosotros en divino licor.
Beber el fruto de la viña significará pues incorporar en nosotros las dulces aguas de Hochmah, las cuales, al contacto con nuestro fuego interno, han de transformarnos. Pero ese zumo transmutador ha de ser el de nuestra viña particular y solo podemos estar en la Sagrada Cena si lo hemos elaborado, es decir, si hemos plantado en nosotros la vid de Hochmah y la hemos cultivado con esmero, realizando todos los trabajos que han de dar ese zumo azucarado, ese azúcar en el agua, que indica la presencia de Kether en Hochmah, puesto que el azúcar es el fuego sublimado, convertido en dulce esencia.
Del mismo modo que el Sol físico, al concentrar sus rayos en la viña, permite a la planta crecer lentamente y luego elaborar el esférico fruto en el que el calor se ha convertido en dulzura. También en nosotros el Sol espiritual debe haber arraigado en nuestra naturaleza, convirtiéndonos en ese dulce fruto en el que el amor de Hochmah, manifiesta (contiene) el fuego-voluntad de Kether.
Cuando de nosotros emane ese delicado licor, cuando nuestros sentimientos sean el vehículo dócil del designio del Padre, al igual que el agua de la uva transporta el azúcar; cuando nos hayamos convertido en copa en la que ese zumo pueda ser recogido, entonces estaremos en condiciones de beber la sangre de Cristo.
Siglos después, los caballeros del Grial recorrerían toda la tierra para buscar la copa en que Jesús y sus discípulos bebieron aquella noche, y ha de ser recorriendo una y otra vez nuestra tierra humana, excavando en nuestras profundidades, luchando contra los infieles instalados en nuestra naturaleza, como un día descubriremos la Sagrada Copa que abre las puertas del Reino. Si esos viajes internos no se realizan, aunque pasemos toda la vida comulgando a diario, arrodillados ante el altar, no habremos dado paso alguno en dirección al Reino.
Si el fruto de la viña indica el trabajo a realizar en el mundo de los sentimientos, el pan que Jesús repartió indica el trabajo material que debe ser realizado. Uno es el trabajo de Juan y otro el trabajo de Pedro, los dos discípulos que él mandara a la ciudad para preparar la Pascua.
Ya hemos hablado lo suficiente acerca del simbolismo del pan como para detenernos demasiado en este punto. Rememorando su proceso de elaboración desde que es semilla, luego espiga, después es segado, trillado, descascarillado, molido, amasado y cocido, encontraremos todos los procesos sefiróticos que el ser humano debe vivir plenamente para pasar del mundo de las leyes al de la Gracia.
Para comer el pan de Cristo debemos ser primero el sembrador de la parábola, para realizar sucesivamente todos los demás trabajos, es decir, vivir las etapas que manan de la primera, puesto que si sembramos, un día deberemos ser los que recojamos la cosecha y con la materia prima recogida elaboraremos el pan de nuestra vida.
Quizá este primer pan sea soso, o amargo, o indigesto, y no sea un alimento que podamos asimilar. Y así quizá volvamos a sembrar una y otra vez, y a cosechar, moler, moldear, hasta que salga de nosotros ese pan digno de figurar en la mesa de Cristo.
Son nuestras obras las que han de llevarnos a la Sagrada Cena, y de nosotros ha de salir el buen pan. Ahora, cada día es más difícil encontrar un buen pan, porque se adultera la harina con productos que permiten ponerle más agua que la que puede contener, y ello es signo indicativo de la perversidad de la época, en la que no se está elaborando un pan digno de figurar en la mesa de Cristo.
En el próximo capítulo hablaré de: el más grande
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