La caída de Salomón
En la Crónica de los Reyes (1, 11) se relata la caída del Rey Salomón. Salomón, que al principio de su reino había pedido a Dios sabiduría (Hochmah) y al que Dios había prometido darle por añadidura todo lo demás. Ese rey, que fue el más sabio, el más justo, el que supo ir en busca del gran arquitecto Hiram para que edificara el templo; el que sedujo a la Reina de Saba y que construyó ciudades y que sacaba de sus minas cada año oro puro por un peso de seiscientos sesenta y seis talentos (Reyes 1, 10-14/15). Ese rey, al que obedecían todos los Genios, que tenía dominio sobre los Elementales y conocía todos los secretos de la magia, llegado a su senectud, es decir, alcanzada la fase Noun de su vida, se prostituyó.
Relata la crónica: «El Rey Salomón amó a muchas mujeres extranjeras, además de la hija del Faraón; a Moabitas, Amonitas, Edomitas, Sidonias y Heteas, pertenecientes a las naciones de las cuales el Eterno había dicho a los hijos de Israel: No iréis a ellas y ellas no vendrán a vosotros, ya que ellas volverían vuestro corazón del lado de sus dioses. Y fue a esas naciones a las que se encadenó Salomón, llevado por su amor. Tuvo setecientas princesas por mujeres y trescientas concubinas, y esas mujeres desorientaron su corazón. En su vejez, esas mujeres inclinaron el corazón de Salomón hacia otros dioses y su corazón dejó de pertenecer por entero al Eterno, su Dios, como le había pertenecido el corazón de David, su padre. Salomón corrió tras Astarté, divinidad de las Sidonias y tras Milcom, abominación de las Amonitas. Y Salomón hizo lo que está mal a los ojos del Eterno y no lo siguió ya enteramente como hiciera David, su padre. Entonces Salomón levantó en la montaña que está frente a Jerusalén un alto lugar para Kemosch, la abominación de Moab, y para Moloc, la abominación de los hijos de Ammon. Y lo hizo así por todas esas mujeres extranjeras que ofrecían perfumes y sacrificios a sus dioses.
EI Eterno se irritó contra Salomón, porque había desviado su corazón del Eterno, el Dios de Israel, que se le había aparecido dos veces habiéndole prohibido a ese respecto ir hacia otros dioses, pero Salomón no observó las órdenes del Eterno. Y el Eterno dijo a Salomón: puesto que has obrado de este modo y que no has observado mi alianza ni mis leyes que te había prescrito, destrozaré tu reino encima de ti y lo daré a tu servidor. Pero no lo haré mientras vivas, a causa de David, tu padre. Será de la mano de tu hijo de quien lo arrancaré”. (Reyes 1, capítulo 11).
Esta crónica ilustra a la perfección el tema que nos ocupa. Aquí vemos como nuestro rey, nuestra voluntad coronada, sucumbe al encanto de la mujer, de ese seductor mundo material que aparece en la senectud, cuando nos encontramos en la etapa Noun de nuestra vida.
Esas setecientas princesas que Salomón amó son las resultantes de los siete Sefirot en sus tres ciclos de actividad. Como ya se ha dicho al estudiar el Árbol, las realidades materiales comienzan con Binah, creador del marco humano y de las leyes, de modo que nuestro mundo se hace con esos siete centros: Binah-Hesed-Gueburah-Tiphereth-Netzah-Hod-Yesod. Los siete se manifiestan en tres ciclos: Yod, He y Vav, de modo que si marcamos con un cero el segundo y el tercer ciclo, tendremos siete por el primero, cero por el segundo y cero por el tercero.
Expresado en términos cabalísticos, esto significa que Salomón amó la totalidad de la Creación, pero lo hizo en su aspecto forma, que es el femenino. Amó la manifestación de la divinidad, no al Creador que hay en ella, sino la Criatura, lo Creado, esas setecientas princesas adictas a múltiples dioses.
Por otra parte, el valor setecientos, en la tabla de letras hebraicas, es expresado por el Noun final. Ese Noun final representa la suma perfección de la Obra divina. El Mem final, regido por Tiphereth, significa la potencialidad material para edificar la ciudad eterna; el Noun final es la ciudad eterna ya edificada, con toda la esplendorosa belleza que es capaz de darle Netzah, rectora de esa fuerza. Esa ciudad eterna es al mismo tiempo el cuartel general que concentra las fuerzas con las que el ser humano realizará su futuro universo.
En el proceso crístico, representa el estadio final de su Obra, al que no hemos llegado aún. El Noun final es pues una fuerza futurista, con la que el ser humano solo puede trabajar a título de anticipación, de ensayo general de lo que un día será realidad. Agripa advierte que cuando esa estancia es activa maleficia el coito. Y esa advertencia es semejante a la de Cristo, cuando dice: «¡Ay de las mujeres embarazadas!«, refiriéndose a la época de su retorno a la Tierra, ya que en ese período no podemos estar atados a nada terrestre.
Salomón, al pisar esa tierra del Noun final, la abordó en su aspecto negativo, pero además -nos dice la Crónica- tuvo trescientas concubinas. La concubina es la mujer a la que nos unimos carnalmente, pero no espiritualmente y de ella obtenemos frutos materiales que, al no estar ungidos a la espiritualidad, no tienen derecho a la herencia, al tesoro que esa espiritualidad representa. El número trescientos es representado por el Schin, pero se trata aquí de un Schin materializado y corrupto, en el que la parte humana capta la fuerza divina que transita por esta letra-fuerza para realizar su obra y no la de Dios.
En el próximo capítulo hablaré de: el peligro del Noun
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