Evitar los enfrentamientos
«El hermano librará su hermano a la muerte y el padre a su hijo; los hijos se levantarán contra sus padres y les darán muerte. Seréis odiados por todos a causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el final será salvado. Cuando se os persiga en una ciudad, iros a otra. En verdad os digo que no habréis terminado de recorrer las ciudades de Israel, que el Hijo del Hombre habrá venido». (Mateo X, 21-23).
Al final de esa guerra, de la que hablábamos con anterioridad, el Hijo del Hombre aparecerá. Del caos primordial que se reproduce en cada una de las etapas que vamos abordando, saldrá la obra humana, el Hijo redentor. Jesús recomienda aquí evitar el enfrentamiento con los perseguidores, porque, por ley natural, todo enfrentamiento vigoriza y da fuerza al adversario, además de crear karma y obligarnos a volver para liquidarlo.
Por esta razón Jesús, siendo niño, huyó de los furores de Herodes. El ser nuevo no debe desafiar a su antiguo mundo, sino dejar que sus fuerzas se agoten saltando de ciudad en ciudad; no debe entrar en controversia sobre un tema determinado, sino implantar la semilla del Reino en otros grupos y dejar estos por otros, para que en su interior vayan asimilando el grano que se ha plantado en ellos. Saltar de ciudad en ciudad quiere decir cambiar de conversación cuando ves que la cosa no avanza, antes de generar un conflicto.
En esa nueva guerra de Sansón contra los filisteos ya no habrá destrucción final de todos, sepultados en el templo de las tinieblas, sino que el Hijo del Hombre aparecerá en nuestra naturaleza interna para salvar el mundo.
En los tiempos modernos, muchos son los «profetas» que aparecen anunciando que al final se producirá una guerra de todos contra todos, en la que toda civilización desaparecerá. Cristo nos dice en este punto de su enseñanza que esto no ha de ocurrir, por lo menos no en el plano físico, porque el Hijo del Hombre, el ser nuevo, nacido en cada uno de nosotros, restablecerá la paz y los seres humanos podrán vivir en la Nueva Jerusalem, que anunciara Juan en el Apocalipsis.
«Recordad que el discípulo no es más que su maestro, ni el servidor más que su señor. Le basta al discípulo con igualar a su maestro y al servidor con parecerse a su señor. Si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú, con mayor razón llamarán así a las gentes de su casa. Pero no debéis temerlos, ya que no hay nada oculto que no deba ser descubierto, ni nada secreto que no deba ser conocido. Lo que yo os digo en las tinieblas, proclamadlo en pleno día y lo que se os dice al oído, predicadlo sobre los tejados”, prosigue Jesús. (Mateo X, 24‑27).
La enseñanza debe ser transmitida y conocida por todos, por lo que no cabe el secreto, ni guardar una verdad para ser más que el que no la conoce. Otra cosa es revelar la verdad a quien pueda y quiera asimilarla, porque es absurdo querer dar algo a masticar a alguien que no tiene dientes.
Lo que se dice entre tinieblas es lo que nos llega a través de los sueños, lo que canalizamos durante la noche. También lo que llega en momentos de oscuridad. Todo ello debe salir después a la luz y ser desvelado.
Aquí Jesús pone en guardia a sus discípulos contra el exceso de celo, que tantos supuestos mártires daría al cristianismo en su despliegue histórico. En sus tres años de ministerio, Jesús iría de ciudad en ciudad, y cuando las criticas y las suspicacias de los rabinos se manifestaban en un punto, rápidamente se marchaba a otro. Si el Maestro lo hacia de este modo, así debían de hacerlo sus discípulos. Mantener el desafío y forzar así el suplicio, equivale a querer ser más que el dueño de la casa, una actitud poco aconsejable.
Ahora, los modernos Herodes ya no matan a quienes desafían su reino; no eliminan físicamente, pero no se privan de lanzar el descrédito sobre los discípulos que anuncian la llegada del Reino y a menudo son objeto de burla por parte de los medios de comunicación social.
Confundir las enseñanzas de Cristo con las del diablo es, hasta cierto punto, natural. Ya hemos visto que los luciferianos nos instruyen por la vía de la razón y, para el ser anclado en el mundo convencional, cualquier enseñanza avanzada con respecto a su propio saber, es obra de Belcebú.
La fe viva de Cristo proclamada, estaba más allá de las enseñanzas de los luciferes, puesto que correspondía a la otra columna, la de la derecha, a la que los secuaces de Lucifer no tienen acceso. Los luciferes enseñan bajo el sello del secreto, haciendo que sus discípulos juren guardar oculto aquello que han aprendido en sus cenáculos. Así vemos en las escuelas iniciáticas de origen cainista que los discípulos, antes de separarse, juran guardar el secreto de los trabajos allí realizados.
Jesús anuncia en este punto que los secretos han de ser descubiertos y lo oculto debe ser revelado. Lo que hemos aprendido en las tinieblas del nacimiento crístico debe ser proclamado en pleno día y sobre los tejados, en el lugar más elevado de nuestra entidad humana, para que pueda ser oído por aquellos que tengan oídos para escucharlo.
Esto parece contradecirse con el mandato dado por Jesús al principio de su discurso, en el que decía a sus discípulos que se limitaran a predicar su doctrina entre las «ovejas descarriadas de la casa de Israel”. Pero Jesús estaba dando un programa de actuación y, si en un principio debemos dirigirnos a los que están más próximos a la enseñanza, a lo largo de nuestro recorrido, un día vendrá en que deberemos subir a los tejados. Entiéndase por tejados tribunas públicas, para descubrir los secretos y revelar lo oculto, convirtiendo esa actividad en profesión, esto es, profesando el cristianismo en pleno día, cuando el Sol se encuentra en la Casa X, la más alta, la que representa el “tejado”, y que es precisamente la que rige la profesión.
En el próximo capítulo hablaré de: No dar importancia a la muerte física
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