Tomar el cuerpo de Jesús
“Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero en secreto, por temor a los judíos, pidió permiso a Pilato para tomar el cuerpo de Jesús y Pilato se lo dio. Vino pues y tomó el cuerpo de Jesús. Nicodemo, que antaño acudiera a visitar a Jesús de noche, fue también, aportando una mezcla de alrededor de cien libras de mirra o aloe. Tomaron pues el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con lienzos junto con los perfumes, según es costumbre entre los judíos sepultar. Había un huerto en el lugar en que Jesús fue crucificado, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual no había sido depositado nadie aún. Fue allí donde depositaron a Jesús, a causa de la preparación de la pascua judía, puesto que el sepulcro estaba próximo”. (Juan XIX, 38-42. Lucas XXIII, 50-56. Marcos XV, 42-47. Mateo XXVII, 57-61).
He aquí que los discípulos secretos se manifiestan. Son muchos hoy los que secretamente siguen a Cristo, pero que temen al judío que hay en ellos. Piensan que bien estarían al lado de Cristo si ello no supusiese una amenaza para su organización, para ese mundo organizado que el hombre de Binah que hay en nosotros tanto respeta.
José de Arimatea era un hombre rico, y si bien no se manifestó mientras Jesús estaba en vida, ahora que ya no constituía un peligro, sí acudió para enterrarlo. Encontró en Nicodemo un compañero de ruta ideal, y mientras el uno se encargaba de las gestiones oficiales, el otro pondría los ungüentos para dar al cadáver un olor respetable.
Hoy la llamada religión cristiana está llena de sepultureros de Cristo. Son personas que, atendiendo sus obligaciones en la sinagoga, encuentran sin embargo tiempo para pedir permisos oficiales para la celebración de actos religiosos, darle vueltas al incensario y, por qué no, sostener con sus fondos las organizaciones supuestamente cristianas, como lo hacía ese fabricante de cañones y de whisky de: «Comandanta Bárbara«, la obra de Bernard Shaw.
Estando muerto Jesús, esos ricos-hombres pueden permitirse muchas manifestaciones. Pueden mantener sus yates, sus amantes, sus posesiones, sus fábricas de cañones. Pueden financiar a los que defienden toda esta organización y a los promotores de alguna guerra, sobre todo si estalla lejos de sus fábricas, ya que si la tuvieran en las mismas puertas, ¿cómo iban a seguir fabricando cañones? Se necesita paz para hacerlo. Pueden hacer estas cosas y, al mismo tiempo, financiar, ocuparse de lo otro, de enterrar al muerto, de colocarlo en un sepulcro nuevo, de cambiar dos veces al día el manto de una estatua sagrada, si se le antoja al que la custodia.
Esta es la razón por la que nunca les ha faltado dinero a las organizaciones dedicadas al culto de Cristo muerto. A ellas acuden como moscas los discípulos secretos de Jesús y los que lo visitaron de noche en el mayor de los secretos. Hasta se permiten el lujo de hacer donaciones anónimas, sin toque de trompetas, demostrando así que son gente de mucha valía, y si Jesús dijo que no se tocase la trompeta al hacer limosna, pues sea, ellos no la tocan.
El caso es amortajarlo, llenarlo de perfume, tal como lo hace el judío, para evitar que el cadáver huela mal. No estaría bien que en mitad de la ceremonia, cuando están en el templo, a lo mejor ya vestidos para la partida de caza que les espera, comenzara a notarse un hedor nauseabundo viniendo de la sacristía. Es preciso que esto no ocurra y por ello, además de amortajar y perfumar al cadáver, hay que colocarlo en un sepulcro y a este en una cueva cerrada con una pesada piedra (como refiere el evangelio de Mateo) para que no turbe al judío en mitad de sus celebraciones.
En el próximo capítulo hablaré de: ser de Cristo secretamente
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