Los unguentos de María
Después de haber explicado la parábola del Buen Samaritano, Jesús tomó de nuevo el camino y entró en una aldea donde una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Marta tenía una hermana llamada María, que fue una de esas «mujeres de mala vida» que Jesús encontró en los primeros tiempos de su ministerio en casa de un fariseo.
Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiese con él. Y habiendo entrado en casa del fariseo, se sentó a la mesa. Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume. Cuando vio esto el fariseo que le había convidado, dijo para sí: Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora. Entonces respondiendo Jesús, le dijo: Simón, una cosa tengo que decirte. Y él le dijo: Di, Maestro. Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado. Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas esta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste beso; mas esta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas esta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados. Y los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es este, que también perdona pecados? Pero él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, ve en paz. (Lucas VII, 36-50).
Aquel fervor de la pecadora arrepentida sirvió para que Jesús anunciara una de las más consoladoras reglas del cristianismo; aquella según la cual el que más amor derrochará cuando el Reino le sea revelado, será el que más alejado se encontraba de él, el que más ha pecado, el que más ha descendido en el abismo, será el que más agradecido quedará al verse en la cima.
Ahora Marta recibe a Jesús en su casa y nos dice la crónica que su hermana María se sentó a los pies del Señor para escuchar su palabra. Marta andaba afanada en los muchos cuidados del servicio y acercándose al Señor le dijo: «¿No te preocupa que mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Dile pues que me ayude«. Jesús respondió: «Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola; María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada«. (Lucas X, 38-42).
En los puntos de la enseñanza que hemos tocado hemos visto cómo el servidor era realmente el primero en el orden de entrada en el Reino, a condición, claro está, de que no se eternice en ese papel. Servir, ser el servidor de todos, es un paso ineludible en el camino. El paso siguiente es dejarlo todo para escuchar la palabra, retirarnos de la sociedad profana y sentarnos a los pies del Señor, es decir, penetrar en la enseñanza por su punto más bajo, para subir uno a uno los peldaños de la iniciación.
Hasta hoy, podemos decir que el cristianismo ha vivido a la hora de Marta: sus adeptos han recibido en su casa al Señor, pero en lugar de estar pendientes de sus enseñanzas, se han afanado en «servirlo» le han preparado delicadas ceremonias, le han cantado devotas melodías, le han arrojado aromas de incienso, han esculpido su figura en miles de estatuas y le han plasmado en miles de lienzos, pero ese ardor en servirlo, en dirigirle discursos exaltantes, les ha impedido escucharlo.
Llega un momento en que el servicio debe cesar, debemos dejar de turbarnos por muchas cosas, cuando una sola es necesaria. Callémonos, escuchemos la voz del Maestro. Oyéndole, comprenderemos que cuanto estamos haciendo tiene su utilidad en una determinada etapa que no debemos prolongar. Al escuchar la voz del Maestro descubriremos un mundo nuevo; descubriremos que aquello que nos parecía ser el gran banquete espiritual, no era más que un simple entremés.
En un momento en que tanto se exalta la virtud del trabajo, debemos saber reconocer esa otra virtud, mucho más excelsa, que consiste en saber que pocas cosas son necesarias y que la posición de María, a los pies del Maestro, es más valiosa que la de Marta en la cocina.
Propiciar el descanso, la fiesta, ha de ser una de nuestras metas. Se ha dicho que el ocio es la madre de todos los vicios, pero también lo es de todas las criaturas sublimes que el ser humano es capaz de engendrar, y mientras le demos la razón a Marta, no podremos desarrollar ese tronco del mismo árbol representado por la bienaventurada María.
Este es un tema sobre el cual hemos de volver, cuando nos encontremos de nuevo, en la crónica Sagrada, a Marta y María.
En el próximo capítulo hablaré de: el pecado del hombre ciego
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