El pecado del hombre ciego
“Jesús vio a su paso un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le plantearon esta cuestión: Rabí, ¿quién ha pecado, este hombre o sus padres, para que haya nacido ciego? Jesús respondió: No es que él o sus padres hayan pecado, sino que es ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él. Es preciso que haga, mientras es de día, las obras del que me ha enviado; la noche viene y en ella nadie puede trabajar. Mientras esté en el mundo, yo soy la luz del mundo. Diciendo esto, escupió en el suelo, hizo un barro con su saliva y lo aplicó a los ojos del ciego, diciéndole: Ves y lávate en el estanque de Sibé (que significa enviado). Así lo hizo y sus ojos vieron claro”. (Juan, IX, 1-7).
Así comienza el noveno capítulo del Evangelio de Juan, que nos describe los trabajos de la fuerza crística en el Teith, letra que corresponde zodiacalmente al signo de Libra y que, en el ciclo diario, rige la hora crepuscular, en la que el Sol ya ha cruzado la línea del horizonte, pero aún resplandece en el cielo. El Teith es la frontera entre el día y la noche, es la hora en la que debemos apresurarnos a realizar la obra de Dios y abrir los ojos a quienes están esperando que esas obras se manifiesten en ellos. A esta hora, más que en ninguna otra, veremos a nuestro paso, si dentro de nosotros vive Jesús, a esos ciegos de nacimiento. A la hora Teith debemos ponernos en camino, salir de casa, para que podamos encontrarnos al ciego a nuestro paso.
En este punto de la enseñanza se ve con toda claridad que los discípulos de Jesús habían sido instruidos en lo que se refiere a la doctrina de la reencarnación, puesto que si le preguntaban si la ceguera de nacimiento de ese hombre se debía a sus propios pecados, es evidente que solo pudo pecar en una anterior vida. Si esta suposición hubiera sido incongruente, Jesús lo hubiese manifestado.
Jesús no vino a enseñar públicamente los misterios de la organización cósmica, sino simplemente a revelar el comportamiento que permitiría a los seres humanos descubrirlos por ellos mismos. En efecto, a medida que la persona accede a estados de conciencia más elevados, su comprensión de las cosas varía.
Hemos visto en anteriores capítulos que cada uno de nosotros está habitado por entidades espirituales que nos impulsan a comportarnos de una determinada manera. Esas fuerzas no son únicamente impulsivas, no son tan solo la pólvora que propulsa la bala, sino que son portadoras de un conocimiento y nos abocan a una forma de actuar coherente con ese conocimiento.
Para que una persona pueda cambiar su manera de comportarse, debe expulsar las fuerzas que la constituyen internamente y dejar sus vacíos disponibles para la ocupación de otro tipo de fuerzas, las cuales, al tiempo que le aportan una visión del universo, la impulsan a conducirse consecuentemente con esa visión.
Esos estados de conciencia podrían eternizarse si el universo entero no fuera un motor en marcha hacia un permanente más allá. Hemos visto que el atributo de Kether-Padre se llama voluntad. Pero no hay que entender esa fuerza como una simple arma que impulsa a la acción y que permite al universo moverse, sino como una voluntad de ir más allá, y este es el auténtico movimiento. Y cuando la voluntad del Padre penetra en el amor del hijo, se enciende en el cosmos la sabiduría, que es el instrumento que penetra a su vez en el misterio y lo resuelve.
Los alquimistas definieron la voluntad como un azufre y el amor-sabiduría como un mercurio primordial, el mercurio de los sabios, siendo ambos elementos responsables de todas las sublimaciones.
Esas fuerzas, estando activas en cada uno de nosotros, nos impulsan constantemente al cambio cualitativo de nuestras energías interiores. Cristo vino precisamente para activar esas fuerzas primordiales; para aumentar en los seres humanos las reservas de voluntad-azufre y de amor-mercurio. Cuando ese combinado de elementos entra en acción dentro de nosotros, da lugar a la formación de una substancia llamada fe, y esa fe nos propulsa más allá de los estados de conciencia actuales.
Dicho de otro modo, cuando activamos nuestra voluntad de ir más allá, de conocer las leyes cósmicas, de comprender el verdadero significado de este mundo en el que vivimos, se enciende en nosotros como una luz que genera confianza, como si estamos en una estancia a oscuras y encendemos una bombilla. A esa confianza se le llama fe.
Sí Jesús hubiese definido una cosmogonía, en primer lugar, no hubiese sido entendido, ya que nadie puede comprender algo si no posee fuerzas internas que le faciliten materiales idóneos a esa comprensión. En segundo lugar, no se puede dar de una vez un conocimiento que establezca una verdad fija y para siempre, dado que el universo, como acabamos de decir, es algo disparado hacia un más allá evolutivo que convierte la verdad de hoy en la duda de mañana.
No es que el Maestro instruyera a sus discípulos sobre la doctrina de la reencarnación, pero su fe en él los había situado en un estado de conciencia en el que sabían, con toda evidencia, que nuestra formación no puede cumplirse en el corto espacio de una vida, y que es preciso volver una y otra vez al mundo físico para alcanzar la categoría de dioses creadores.
En el próximo capítulo hablaré de: la fe como motor de cambio
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