Lázaro de Betania
“Había un enfermo, Lázaro de Betania, de la aldea de María y su hermana. Era esta María la que ungió al Señor con ungüentos y le enjugó los pies con sus cabellos, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo. Enviaron pues las hermanas a decirle: Señor, el que amas está enfermo”. (Juan XI, 1-3).
Así empieza el onceavo capítulo del Evangelio de Juan. Ya nos hemos encontrado antes con Marta y María en esta crónica sagrada (ver cap. 20) y hemos visto en precedentes capítulos que cuando aparece la mujer en la vida de Jesús, esta representa siempre el alma humana, una veces reina de Saba y cortejada por los reyes y grandes personajes que simbolizan nuestros poderes espirituales. Otras veces es la ramera apocalíptica, la mujer de «mala vida«, que de pronto abandona una existencia que la llevaba a ser receptáculo de todas las semillas, para derramar sus valiosos ungüentos sobre los pies de Jesús.
Aquí nos encontramos con dos hermanas, o sea con un alma dividida, un alma que aún no ha conquistado su unidad y mientras por un lado se manifiesta como la sublime María enjugando con sus cabellos los pies del Maestro, por otro lado es la activa y hacendosa Marta, cuyas virtudes son muy estimadas en el mundo profano, pero innecesarias en el reino. En efecto, si Marta limpia y da brillo a las cosas, si quita el polvo de los cristales es porque en la casa, en su morada humana, hay suciedad. Si no la hubiera, no sería necesaria tanta limpieza y por ello Jesús no se lavó las manos cuando el fariseo lo invitó a comer.
2.- Cuando en nuestra alma se produce esta dualidad, cuando se está a la vez en lo sublime y en lo prosaico, cuando nos movemos entre aromáticos ungüentos y sucias realidades, es señal de que algo no funciona bien en nosotros; de que en alguna parte de nuestros resortes humanos hay un enfermo.
Aquí el enfermo es el hermano Lázaro, que ya hemos encontrado en la crónica de Lucas, cuando Jesús refería la parábola del hombre rico (cap. 24). En esa parábola lo veíamos postrado y lleno de llagas, en la puerta del hombre rico. Aquí lo encontramos de hermano del alma humana y enfermo también, según las primeras noticias, ya que los puntos siguientes del relato nos informarán de que Lázaro murió como también ocurría en la historia del hombre rico.
Lázaro es pues el nombre que Jesús le da a la corriente espiritual activa en cada ser humano, o sea la personalidad espiritual, la que ha de conducirnos a cada uno al reino. «El que amas está enfermo«, le mandaron decir las dos hermanas y, ciertamente, Lázaro es el amado de Jesús, puesto que es su propia imagen, su propia radiación, el ancestral Abel, en funciones en el interior de cada persona.
Si Lázaro muere en nosotros, si la espiritualidad nos abandona, la personalidad mortal se desmoronará y por ello el alma dividida, llamada Marta y María pide que salve a su hermano.
En este capítulo del Evangelio de Juan se describe la penetración crística en la fuerza llamada Khaf, especializada en la exteriorización del pensamiento.
Zodiacalmente, el Khaf procede de los pastos de Géminis, un signo que los astrólogos califican de doble, porque es uno de los puntos en que terminan ciertos trabajos y empiezan otros. El trabajo terminal consiste en derramar el pensamiento al exterior, por decirlo en términos evangélicos, en abrir la puerta del corral y soltar las ovejas.
En el capítulo 25 hemos visto como el pastor entraba en el establo y se hacía reconocer por sus ovejas. Aquí las ovejas ya están libres en la tierra de los abundantes pastos.
Liberar el pensamiento encerrado en cada uno de nosotros, tal es el primer trabajo a realizar con los pastos procedentes de Géminis. El segundo consiste en aplicar ese pensamiento a las realidades materiales para ir transformando la Tierra.
En nuestro actual estado evolutivo, es decir, antes de que Cristo aparezca en este escenario humano, no podemos pretender realizar estos trabajos con criterio divino exclusivamente. El pensamiento divino nos es administrado en la medida en que seamos capaces de captarlo, y cuando se desprende de nosotros ese pensamiento sale adulterado, mitad divino y mitad humano. O más bien, un diez por ciento de divino y un noventa por ciento de humano, entendiendo por humano el elaborado con los desperdicios que nos suministran las energías del abismo, aquellas que hemos rechazado cuando se presentaron a nosotros una primera vez. Resulta así que la expresión de nuestra alma aparece a veces como Marta y otras como María.
Marta, la proyección material de nuestra alma a través del pensamiento, suele ser más activa que María. Es ella la que sale al encuentro del Maestro, la que lo invita a entrar en su casa y trata de captar su voluntad para el propósito que la anima.
En el capítulo 20 hemos visto como Marta le pide a Jesús que conmine su hermana a cambiar de actitud y que le diga de ayudarla en las tareas del servicio. Jesús toma partido por María, y Marta se va a la cocina.
Pero ya hemos dicho que Cristo tiene también su contrafigura, elaborada con lo que desperdiciamos de su enseñanza, y a veces ocurre que esa contrafigura, que se presenta a nosotros con su nombre, le da la razón a Marta y hace que María cierre el tarro de sus ungüentos, abandone su posición a los pies del Señor, y se ponga a quitar polvo en la casa.
Es decir, el pensamiento materializado, guiado por una falsa espiritualidad, se lanza a trabajos aparentemente útiles y meritorios, pero que solo conducen a experiencias destructoras, que engendran conciencia por el camino del trabajo duro y del rechazo.
La enfermedad de Lázaro es la evidencia de ese desbarajuste del alma: las cosas no van como se creía; la organización material de nuestra vida no da la felicidad esperada, ni surge de ella el orden perseguido. Entonces el alma, unida de nuevo ante el dolor de un mundo enfrentado y adverso, llama al Maestro para decirle: «el que amas está enfermo«. Es como si dijera. «Percibo mal la corriente espiritual; no me llega en buenas condiciones y por momentos creo que va a desaparecer”.
En el próximo capítulo hablaré de: conectar la mente y el corazón
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