La higuera seca
“Volviendo a la ciudad muy de mañana, Jesús sintió hambre y viendo una higuera cerca del camino, se fue a ella, pero no encontró más que hojas, y dijo: Que jamás nazca fruto de ti. Y la higuera se secó al instante. Viendo esto, los discípulos se maravillaron y dijeron: ¿Cómo de repente se ha secado la higuera? Y Jesús les dijo: en verdad os digo que si tuvierais fe y no dudareis, no solo haríais lo de la higuera, sino que si dijerais a este monte quítate y échate al mar, se haría, y todo cuanto con fe pidiereis en la oración, lo recibiríais”. (Mateo XXI, 18-22. Marcos XI, 20-26).
Vemos en este punto de la enseñanza que la fuerza crística tiene hambre cuando, muy de mañana, se levanta para ir a la ciudad. Está actuando ya a niveles materiales y necesita alimentarse de productos de la tierra. En efecto, cuando Cristo actúa en el Yod, o sea cuando está emanando en nosotros, tendrá que ser alimentado en nuestro Mundo de las Emanaciones: es el niño que nace y el alimento que le conviene a esa edad es la leche que mana de la ubre materna; es esa corriente que procede de un organismo superior y anterior y que en términos anímicos conocemos con el nombre de voluntad.
Cuando Cristo actúa en el He, debe encontrar alimento en nuestros sentimientos. Cuando actúa en el Vav, debe encontrarlo en nuestra mente ejecutiva, la que ordena el impulso procedente de la voluntad y el procedente de los sentimientos. Cuando Cristo se encuentra el segundo He, ha de encontrar alimento en la tierra física ¿En qué consiste ese alimento?
Si examinamos los procesos alimenticios, tal como los conocemos, veremos que cada persona necesita un alimento adecuado a su constitución. Ciertos organismos asimilan mal determinadas sustancias, como el gluten, por ejemplo, mientras que toleran otras a la perfección. Los elefantes son vegetarianos y se morirían de hambre antes que devorar una gacela o un tigre.
Igualmente Cristo ha de encontrar, en el mundo en el que está actuando, un alimento adecuado a su personalidad, ya que de otra forma, pronto quedará exhausto y morirá antes de tiempo. Para que Cristo pueda sobrevivir en un determinado mundo, será pues necesario que en este último existan alimentos adecuados a su organismo. Esa realidad, simple y perfectamente comprensible, puesto que a nosotros nos sucede igual y si nos aventuramos en un desierto moriremos de hambre y de sed, es lo que querían expresar los alquimistas cuando decían que para fabricar oro es preciso poseer ya un poco de oro: hay que tener la materia prima para poder fabricar esa misma materia en abundancia.
Ese aprovisionamiento del mínimo indispensable para que una determinada fuerza pueda florecer en nosotros, corre a cargo de las entidades que actúan en los mundos de arriba. Ellas son las que nos instalan los órganos que han de servir para que pueda ser ejercida una determinada facultad. Por ello leemos en la cosmogonía de los Hermanos Mayores revelada a Max Heindel, que primero fue el ojo y después la facultad de ver. Del mismo modo, cuando Cristo nace, ya encuentra en nuestra voluntad algo que le permite alimentarse y subsistir.
Luego, al penetrar en los sentimientos, encontrará algo en ellos con que alimentarse, y lo mismo ocurrirá cuando penetre en ese Mundo de Formación en el que todo se instituye. Si esa alimentación le viene a faltar, si los fariseos, escribanos y demás engendros internos tienen demasiado apetito y lo devoran todo, entonces Cristo no tendrá más remedio que retirarse a la alta montaña, a orillas del mar de Tiberiades o en Cafarnaum y esperar allí el advenimiento de una «tierra» rica en leche y miel.
La higuera es un árbol consagrado a Saturno y representa aquí lo sólido, lo que ofrece el alimento material. Esos higos que Cristo buscaba y no encontró, son las obras. Aquí ya no puede vivir de sentimientos, de pensamientos o de voluntad. Para proseguir su labor, necesita obras, y nosotros somos esa higuera que debía dar fruto al paso de Cristo y que no dio.
Se trata de obras que Cristo pueda asimilar, o sea obras idóneas a la naturaleza crística. Ya a lo largo de su enseñanza, Cristo ha explicado en que consisten esas obras, y ya hemos visto igualmente en repetidas ocasiones que la obra material se desarrolla también en cuatro tiempos, como los pensamientos, los sentimientos y todo cuanto existe en el universo.
En un primer tiempo podemos definir la obra como una intención; en el segundo tiempo, la obra se realiza en nosotros mismos y nos convertimos en aquello que nos proponemos hacer. Es el periodo conocido en términos esotéricos como el del follaje, el de la hojarasca. En ese momento, somos esa higuera en el estado en que Jesús la encontró a su paso. Representamos una inmensa promesa para los que nos divisan a lo lejos, cerca del camino, porque piensan que en nosotros encontrarán el alimento espiritual que necesitan para irrumpir en la ciudad y cambiar su ordenamiento. Imaginad la decepción del Cristo peregrino cuando ve, al acercarse, que todo es follaje, que no es aún el tiempo del fruto.
Nos dice la crónica sagrada que Jesús dijo a la higuera: “Que jamás nazca fruto de ti”, y que la higuera se secó al instante, según versión de Mateo, puesto que Marcos afirma que dijo: “Que nunca jamás coma ya nadie fruto de ti.” Y que más tarde, de retorno de Jerusalén y de madrugada, vieron que la higuera se había secado de raíz.
Tenemos pues que aquella obra, destinada a servir de alimento a la fuerza crística en el camino hacia la ciudad, se ve interrumpida en su fase He, en la segunda, y ya no podrá pasar a la tercera, que es la fase del fruto, y si pasa ya nadie comerá un fruto que no vino a su tiempo.
Esa parte de la enseñanza nos revela algo que ya dijera y repitiera Salomón en el capítulo tres del Eclesiastés: que hay un tiempo para cada cosa y que todo debe nacer, morir, ser plantado y arrancado, curado o matado, destruido o edificado, a su tiempo. Más adelante, en ese sorprendente libro que es el Eclesiastés, encontramos en su capítulo uno, que trata de la naturaleza y preceptos de la sabiduría (Hochmah), en su punto nueve y diez, que «Es el Señor quien la creó y la vio y la distribuyó. La derramó sobre todas sus obras y sobre toda carne, según su liberalidad, y la otorgó a los que la aman«. En ese punto encontramos explicada la manera en que los elementos primordiales para la construcción de nuestro edificio humano son depositados en nosotros por la sabiduría divina (Hochmah), a fin de que puedan servir de alimento a las tendencias nacientes, a todas ellas, comprendida, claro está, la crística. Pero si no utilizamos a su tiempo aquello que la sabiduría ha puesto en nuestra carne, la planta se secará porque ya nadie va a comer su fruto y el espacio humano donde yace aquello que solo dio hojas, pero no fruto, ha de ser utilizado para otras plantaciones.
En el próximo capítulo hablaré de: no eternizarse
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.