Jesús en el templo
“Al entrar en el Templo, Jesús arroja de nuevos a los vendedores y compradores, a los cambistas y vendedores de palomas”. (Mateo XXI, 12-13. Marcos Xl, 15-17. Lucas XIX, 45-46).
Era la segunda vez que Jesús procedía a tal desalojo, puesto que en el segundo capítulo de la crónica de Juan ya nos son referidos estos hechos. Dijimos al comentarlos (Capítulo 8) lo que significaba aquella expulsión.
La repetición de ese gesto nos indica que nosotros también debemos repetirlo en distintas fases de nuestro proceso evolutivo. Es decir, a medida que avanzamos y adquirimos nuevos conocimientos, levantándose poco a poco nuestra personalidad sagrada, desarrollamos al mismo tiempo al «comerciante«, esa parte inferior que nos sigue por todas partes y piensa siempre en términos de negocio. Esta parte inferior, observa los progresos de la superior y dice: “¡Hay que ver lo que sabe ese! Espera que voy a sacar provecho de sus conocimientos”. Entonces el inferior pone un tenderete en nuestro templo y se pone a vender lo que nuestro yo superior elabora: si es la paloma de la paz, esa mítica paloma que anunciara a Noé la nueva tierra, va el inferior y se la vende. A ese mercado acuden los compradores y los cambistas, los que van en busca de esa sustancia sagrada que ellos mismos no pueden fabricar y ofrecen sus materiales o su dinero, a cambio de lo que pone en venta nuestro yo inferior.
Este mercado prosigue hasta que Cristo entra en el Templo. Cuando su fuerza penetra en él, el mercado es desalojado, pero tan pronto como Cristo sale del Templo, el mercado vuelve a instalarse. Mientras Cristo no permanezca fijamente en nuestra naturaleza, les pondremos precio a nuestras facultades espirituales, intelectuales o a nuestras cualidades emotivas. Siendo el mundo un reflejo de nuestra actividad espiritual, tenemos que en la sociedad todo se compra y se vende. Cuando el reino de Cristo se instale en la tierra, esto no será así.
“Llegáronse a él ciegos y cojos en el templo y los sanó. Viendo los príncipes de los sacerdotes y los escribas las maravillas que hacía y a los niños que gritaban en el templo y decían: ¡Hosanna al hijo de David!, Se indignaron y le dijeron: ¿Oyes lo que estos dicen? Jesús les respondió: Sí. ¿No habéis leído jamás: De la boca de los niños y de los que maman has hecho brotar la alabanza? Y dejándolos, salió de la ciudad en dirección a Betania, donde pasó la noche”. (Mateo XXI, 14-20).
La expulsión de los comerciantes de nuestro templo interno restablece automáticamente el buen funcionamiento de nuestro organismo, y vemos lo que antes no podíamos ver, y lo que andaba cojo en nosotros deja de estarlo. Entonces aparecen los niños aclamando al hijo de David, al descendiente de ese pastor que mató al gigante de la perversión que mandaba en su pueblo, haciéndose acreedor a que Jehovah le inspirara las justas medidas que debía tener el templo.
Los «niños» simbolizan las nuevas tendencias nacientes en nosotros, que aparecen cuando arrojamos las antiguas, o sea a los comerciantes y cambistas que parasitan nuestra naturaleza superior. Ya hemos visto en anteriores capítulos que todos nuestros impulsos son potenciados por una entidad espiritual, perteneciente al linaje de los ángeles o de los luciferianos. Cuando un impulso muere porque ya no experimentamos la necesidad de ejercerlo, la entidad espiritual que le prestaba poder se va y deja un vacío, que será ocupado por una nueva entidad encargada de potenciar la nueva necesidad. Apareciendo en nosotros por primera vez, es como un niño que nace en nuestra naturaleza interna, puesto que todo cuanto existe en el universo sigue los mismos patrones evolutivos y cuando aparece algo por primera vez, ese algo tiene que pasar forzosamente por la fase infantil.
De la boca de los niños has hecho brotar la alabanza, dice Jesús, citando el Salmo 8.3 que dice exactamente: «Por la boca de los niños y de los que maman has dado argumento contra tus adversarios, para reducir al silencio al enemigo y al rebelde«. Luego, el mismo Mateo en su capítulo Xl, 25, pone en boca de Jesús estas palabras: «Yo te alabo, padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste esas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos«.
Ya nos hemos referido a los niños en anteriores puntos de la enseñanza y vimos entonces que los niños, hasta los siete años, gozaban de un servicio de protección a cargo de los Serafines, y que de los siete a los catorce años se ocupaba especialmente de ellos el coro de los Querubines. Nada extraño pues que de la boca de los niños salga la verdad y que ellos puedan ver lo que se oculta a los sabios, puesto que Serafines y Querubines son los más próximos al trono del Padre.
Si esto sucede con los niños reales que nacen en la tierra, sucederá también con las tendencias nacientes en nuestra naturaleza interna. O sea, cuando abandonamos un hábito, cuando ponemos orden en nuestro templo y arrojamos lo perverso, el nuevo impulso que se instala en el vacío dejado por el anterior gozará de la protección de los Serafines y luego de los Querubines o, dicho de otro modo, dispondrá de todo un arsenal lleno de esa pólvora que se llama Voluntad y de esa esencia providencial que se llama Sabiduría-Amor.
Por ello lo nuevo, los impulsos que nos llevan hacia adelante, siempre se manifiestan con mucha fuerza. Son como un cohete disparado, como esa quema de las naves que ya no permite volver al mundo antiguo. Luego, con el paso del tiempo, el «niño» crece y Binah lo toma bajo su custodia y le da el poder de procrear, cosa que les ocurre a todos los niños cuando alcanzan entre doce y catorce años. El progreso de la tendencia ya es entonces más difícil, pero, a cambio, tiene la posibilidad de engendrar nuevos niños.
Cuando Cristo pone orden en nuestro Templo, los niños nacidos de esa ordenación cantan sus alabanzas, es decir, las nuevas tendencias que aparecen sostienen exaltadamente el Reino que Cristo revela. Son niños de la última generación, podríamos decir, ya que han de instalarnos en esa Nueva Jerusalén definitiva. Antes que ellos, otros niños nos nacen a lo largo de nuestro itinerario humano, «niños» que nos conducen paulatinamente a la perfección y todos ellos gozan de la protección de los más elevados coros angélicos.
No siempre son «niños» quienes ocupan nuestros vacíos internos. A veces aparecen fuerzas que ya habíamos desalojado en etapas anteriores y que vuelven al asalto. Ya hemos visto en otro punto de la enseñanza como al desalojar a un espíritu impuro, este va en busca de los siete peores para recuperar su antiguo «puesto de trabajo«. Si lo consigue, ya no es un «niño» lo que entra, sino un viejo con los dientes cascados y, como es natural, no dispone de los recursos de Serafines y Querubines sino que, por el contrario, ha de luchar contra la fuerza de repulsión que tiende a aniquilarlo.
La voluntad solo es activa en aquello que nace. Después, cuando el «niño» se afianza, se instituye, crea su espacio y se pone a trabajar, ha de hacerlo con sus propios recursos, con las fuerzas que va interiorizando en su despliegue humano.
Hecha la observación sobre los niños ante los indignados sacerdotes y escribas, Jesús fue a pasar la noche en Betania, donde residían Lázaro, Marta y María, es decir, el alma humana resucitada a lo eterno. De ello se deduce que durante la noche Cristo mora en las almas que han ido a su encuentro y le han pedido la resurrección de Lázaro.
En el próximo capítulo hablaré de: la higuera seca
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