Una señal del cielo
Subió Jesús a la barca con sus discípulos para irse a la región de Dalmanutha y aparecieron los fariseos, pidiéndole, para probarlo, una señal del cielo. Jesús exhalando un profundo suspiro, dijo: Por la tarde decís: buen tiempo si el cielo está arrebolado, y por la mañana: hoy habrá tempestad, si en el cielo hay arreboles oscuros. Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no sabéis discernir las señales de los tiempos. Esta generación mala y adúltera busca una señal, más no se le dará sino la señal de Jonás. Y dejándolos, se fue». (Mateo XVI, 1-4. Marcos VIII, 10-13).
Nos dice este episodio de la vida de Jesús que Dios coloca sus señales en todas las cosas. En el universo todo está perfectamente señalizado, como lo están nuestras carreteras y las arterias principales de nuestras ciudades, en las que aparecen letreros que dicen: por aquí a Madrid o a Francia o a Roma, y en las carreteras, vemos que las grandes ciudades aparecen en letras grandes, con indicación de los kilómetros que nos faltan para alcanzarlas, y las ciudades pequeñas, en letras menores, todo ordenado.
Ese orden es la expresión, en tono pequeño, del que existe en las distintas esferas de los mundos superiores, y todo consiste en saber leer las señales, que a veces llamamos anécdotas o incluso sueños. Los hombres de la antigua ley eran expertos – lo son aún- en descifrar esos indicadores, y existen en el mundo mil métodos de augurar lo que va a venir. Pero esas señales externas, anunciadoras de un futuro próximo, no son más que la manifestación de algo que se ha estado gestando en la naturaleza interna del universo y en esa gestación hemos participado todos.
Lo interesante no es saber si mañana lloverá, o si se producirán tempestades de viento, de nieve o de mar, sino por qué se producen, cómo se han originado, ya que si conocemos el desarrollo de su gestación, sabremos cómo aplacarlas o cómo evitar que se generen.
Los filisteos pedían un signo a Jesús, es decir, una manifestación externa, mensurable, objetiva, científica diríamos ahora, capaz de convencer a los hombres de cátedra en la universidad, a los doctores de la ley y presidentes de academias. Pero Jesús vino a generar un mundo nuevo y sus señales eran internas, no externas. Sus milagros se realizaban por dentro y no por fuera y la exteriorización de su naturaleza crística, se producía – se produce- individualmente, no de forma colectiva y científicamente mensurable.
Su señal, los fariseos debían buscarla dentro de sí mismos, y si la descubrían, sabrían ya con certidumbre que ese mundo nuevo que estaban gestando aparecería un día al exterior, convirtiéndolos en señal externa indicadora de la proximidad del reino.
Les dice Jesús que la única señal que les será dada es la de Jonás. Para saber a lo que se refiere es preciso que recurramos a la historia de Jonás, tal como la relata la Biblia. En ella se nos dice que Jonás oyó un día la palabra de Yahvé que le decía: «Levántate y vete a Nínive, la ciudad grande, y predica contra ella, pues su maldad ha subido ante mí«. Pero Jonás, en lugar de obedecer las órdenes de Yahvé, tomó un barco que se dirigía a Tasis y se hizo a la mar, tratando de huir de Yahvé, porque estaba persuadido que Dios le haría quedar mal y acabaría por perdonar a los de Nínive.
Apenas la nave se encontró en alta mar, Yahvé levantó un violento huracán y fue tal la tormenta en el mar, que los marineros temieron que se rompiera la nave. Llenos de miedo, cada uno se puso a invocar a su Dios, echando al mar toda su carga para aligerar. En el fondo de la nave encontraron a Jonás durmiendo profundamente. El patrón fue a él y le dijo: «¿Qué haces ahí durmiendo? Levántate y clama a tu Dios; quizá se cuidará de nosotros y no pereceremos”. Los marineros se dijeron unos a otros: «Vamos a echar a suertes, a ver por quién nos viene ese mal«. Lo hicieron y la suerte señaló a Jonás. Entonces le dijeron: «A ver, ¿de dónde vienes, cuál es tu tierra y de qué pueblo vienes?» Él respondió: «Yo soy hebreo y sirvo a Yahvé, Dios de los cielos, que hizo los mares y la tierra». Entonces los marineros se atemorizaron y le dijeron: «¿Por qué has hecho esto?» Pues sabían que iba huyendo de Yahvé por habérselo declarado. «¿Qué vamos a hacer contigo para que el mar se nos aquiete?», dijeron. Él respondió: «Tomadme y echadme al mar, sé yo que esta gran tormenta os ha sobrevenido por mí«.
Aquellos hombres intentaron volver con la nave a tierra, pero no pudieron porque el mar se embravecía cada vez más. Entonces clamaron a Yahvé diciendo: «¡Oh Yahvé! Que no perezcamos nosotros por la vida de este hombre y no nos imputes sangre inocente, pues tú has hecho como te plugo«. Y tomando a Jonás lo echaron al mar, y el mar se calmó en su furia.
Yahvé había dispuesto un pez muy grande (una ballena), prosigue el relato, para que tragase a Jonás y este estuvo en el vientre del pez por tres día y tres noches. Entonces Jonás le dirigió una inspirada plegaria y Yahvé le preguntó si ya estaba preparado para cumplir con su cometido. Jonás contestó afirmativamente y, por orden de Yahvé, el pez vomitó a Jonás en la playa.
Luego nos relatan cómo Jonás, obedeciendo a Yahvé, se fue a Nínive, pregonando su destrucción. Y las gentes de Nínive escucharon su palabra y rasgaron sus vestiduras para cubrirse con una tela de saco, hasta su rey lo hizo, iniciando un ayuno en el que participaron, por orden del rey, hombres y animales. Tan grande fue su arrepentimiento, que Dios les perdonó la anunciada destrucción, con lo cual Jonás quedó muy apesadumbrado porque su oráculo no se había cumplido, y volviéndose hacia Yahvé le dijo: «Por eso quise huir a Tarsis, pues sabía que eres Dios clemente y misericordioso, tardo a la ira, de gran piedad y que te arrepientes de hacer el mal«. Y pidió a Yahvé que le quitara la vida, porque mejor morir que vivir con la vergüenza de haber profetizado un mal que no se cumplió. Ese orgullo de Jonás no deja de ser cómico. El pobre hombre tuvo la desgracia de ser el anunciador de tragedias de un Dios clemente.
Así pues, la señal de Jonás es aquella que obtienen los que, sabiendo perfectamente lo que tienen que hacer, se van por el lado contrario pidiendo una señal que les confirme lo que ya saben. Esta señal son las tempestades, los vientos desatados de las ideas exaltadas, extremas, arreciando contra las emociones que ponen en peligro de naufragio el alma, y no solo eso, sino que también nos convertimos en una amenaza para la sociedad que nos rodea, que acaba por expulsarnos de su barco, abandonándonos a nuestra tempestad interna, a merced de la providencia, única fuerza que puede salvarnos.
En su plegaria, Jonás dice: «Los servidores de fútiles vanidades abandonan su misericordia«. Sin embargo, a pesar de reconocerlo así cuando se encontraba en el vientre de la ballena, Jonás se enfadó después al ver su vanidad herida al no cumplirse el oráculo, de modo que se encontraba aún a merced de su vanidad.
¡Cuántas veces, por servir nuestra fútil vanidad, seguimos un camino contrario al señalado por nuestra divinidad interna! Así sucedía con esos fariseos que pedían a Jesús una «señal del cielo». Ellos sabían que el Mesías iba a venir porque el acontecimiento figuraba inscrito en sus escrituras, pero no acababan de reconocer al que les señalaba el camino de la renuncia al triunfo material, como condición indispensable para entrar en el reino de la libertad.
La fútil vanidad hace que volvamos la espalda al designio de nuestro Ego Superior, cuando nuestro papel consiste en lanzar una advertencia que no va a resultar cierta, o cuando el deber que el Ego Superior nos impone es el de permanecer al servicio de otro Ego, de otra causa; el deber de secundar, de someterse.
Jonás consiguió, pregonando la destrucción, que los habitantes de Nínive cambiaran de vestido, esto es, que mudaran la personalidad que los llevaba al desastre. Pero Jonás estimaba que su honor consistía, no en transmutar su alma por cuenta de Jehovah, sino en que la catástrofe sobreviniera. ¿Cuántas muertes necesitamos para salvaguardar nuestro honor, nuestra vanidad? Esos cadáveres que nos glorifican, no siempre son hombres: puede tratarse del cadáver de un amor, de una amistad, de una empresa.
Para servir la fútil vanidad abandonamos nuestra misericordia, esa inclinación del alma que nos lleva a servir complacientemente a nuestra divinidad interna, y así nos embarcamos en aventuras que necesariamente han de zozobrar, porque todo lo que hacemos contra el espíritu, que es quien proporciona la vida, que hace los edificios estables, está destinado a zozobrar en tempestades.
Cuántos están bogando entre dificultades, luchando solos contra el oleaje de los sentimientos confusos, sin que lleguen a comprender que aquella es la señal de Jonás, la señal de que deben dar marcha atrás en sus aspiraciones y dirigirse hacia el punto contrario al que están navegando. Jonás tuvo la suerte – y suerte significa ayuda de Dios- de poder permanecer tres días en el vientre de la ballena, lo cual significa que sus sentimientos superiores se constituyeron en dispositivo de protección contra los embates de sus deseos mundanos y de sus pasiones. Tuvo la suerte de poder reflexionar y hacer el propósito de volver al servicio de su Dios interno. Otros no pueden disponer de esa ayuda providencial, porque no se encuentran en buenos términos con su Ego Superior y este se ve en la imposibilidad de socorrerlos.
Si en tu vida aparece la señal de Jonás, si cuantos te rodean están contra ti, si te toca en suerte que te achaquen la culpa del mal que están padeciendo y te ves abandonado a la tempestad, vuélvete del otro lado, no sigas el viaje en cuyo trayecto te encuentras, haz las cosas exactamente al revés de como las estás haciendo, deja de servir a tu fútil vanidad y deja que vuelva a ti la benevolencia. Entonces, como ocurrió con Jonás, oirás la voz de tu divinidad interna que te dirá: «Levántate y ve a Nínive, y pregona en ella lo que yo te diré«.
Siempre hay un Nínive en nuestras vidas, al que no quisiéramos ir, porque en él se verá derrotada nuestra vanidad. Ojalá sepas ver cuál es tu Nínive; ojalá tu benevolencia te lleve a él.
En el próximo capítulo hablaré de: estar sin pan
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