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En su marcha hacia Jerusalem, su meta final, Jesús era seguido por grandes muchedumbres, y se volvió hacia ellas para exhortarlas al abandono de todo lo que representaba su mundo. «El que no lleve su cruz y me siga, no puede ser mi discípulo les dijo, ya que, ¿cuál de vosotros, si quiere levantar una torre, no se detiene primero a calcular los gastos y ver si dispone de medios para terminarla, de miedo que, después de haber puesto los fundamentos, no pueda acabarla y que todos cuantos lo vean se burlen de él, diciendo: este hombre ha empezado a edificar y no ha podido acabar? O ¿qué rey, si va a emprender una guerra contra otro rey, no se sienta primero para ver si puede con diez mil hombres, ir al encuentro del que viene a atacarle con veinte mil hombres? Si no lo puede, mientras ese otro rey está aún lejos, le enviará una embajada para pedirle la paz. Así pues, el que de entre vosotros no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo«. (Lucas XIV, 25-33).
Jesús nos dice aquí algo muy sensato y es que antes de iniciar una empresa tenemos que calcular si disponemos de medios para terminarla. Es de locos comenzar algo pensando que ya nos vendrán ayudas en el curso de la acción, que alguien nos enviará los medios para llevar a buen fin lo que hemos empezado sin medios para ir más allá de los fundamentos.
Sabemos que la voluntad pone en marcha esa fuerza llamada amor que crea circunstancias favorables a la empresa que la voluntad ha comenzado, pero debemos accionar constantemente la voluntad para que funcionen también las circunstancias. Si la voluntad se detiene, las circunstancias favorables desaparecen. Al iniciar una empresa debemos pensar pues si nuestras reservas de voluntad son suficientes y si esta no desfallecerá una vez pasada la etapa de la exaltación romántica, cuando la empresa se convierta en rutina y en peso que tendremos que soportar.
Si esto sucede así con las empresas de orden material, más aún sucederá en las de tipo espiritual. Levantar una torre, la torre de la espiritualidad, significa meterse en algo que aportará a nuestra existencia profundos cambios. A medida que esa torre vaya levantándose, y nosotros con ella, avistaremos desde lo alto de esa edificación un paisaje que jamás habíamos percibido anteriormente. Nuevos valores aparecerán y con ellos el dilema de si continuar viviendo según la antigua visión de las cosas o según la nueva.
Si optamos por ser el de antes, aún comprendiendo la caducidad de los viejos valores, nuestra edificación se detendrá y hasta es posible que se vea destruida por un vendaval, por un temporal de lluvias o por un rayo.
Si suprimimos de un trazo el que fuimos para ir siendo ese ser nuevo cuyo perfil va cambiando a medida que la torre se alza, romperemos con el mundo antiguo, con las tendencias internas que nos han engendrado, con aquellos que constituían la otra polaridad de nuestra alma, con los que nosotros mismos hemos generado bajo nuestra personalidad anterior, con todos esos impulsos que formaban nuestra familia. Las fuerzas que nos ligaban a ellos desaparecerán de nosotros y otras fuerzas entrarán en funciones que no reconocerán lo que las anteriores habían unido.
Cortar las amarras que nos atan a nuestras fuerzas internas significa ineludiblemente cortarlas con las imágenes externas que esas fuerzas proyectaban, es decir, con la figura del padre, de la madre, los hijos, los hermanos, los amigos. Mientras nos encontramos en fase involutiva, yendo hacia abajo, la ley natural nos impulsa a unirnos a los seres y a las cosas, nos atamos a ellos nos fundimos e identificamos con ellos.
En la fase evolutiva, se produce, como ya hemos dicho alguna vez, una inversión en los mandos, y el objetivo es desprendernos de los valores materiales y del encadenamiento sentimental a esos valores. Entonces ya no nos sentimos unidos a las personas físicas y a los objetos materiales, sino a los que sientan y piensan como nosotros. Más adelante, abandonamos igualmente a los que sienten como nosotros para estar vinculados tan solo a los que piensan como pensamos.
Sin embargo, cada etapa debe incorporar en sí los valores de la anterior, de modo que el trabajo ha de consistir en lograr que tu familia física se convierta igualmente en tu familia espiritual, en esos que sienten y piensan como tú. Si no lo consigues, es que te encuentras en la situación de ese rey que, con diez mil hombres, debía enfrentarse a un ejército de veinte mil.
En el próximo capítulo hablaré de: medir las fuerzas
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