Sembrar y cosechar
«¿No decías acaso que aún faltan cuatro meses para la siega? Yo os digo levantad la vista y mirad los campos que ya blanquean para la siega. El que siega recibe un salario y recogefrutos para la vida eterna, a fin de que el que siembra y el que siega gocen conjuntamente, ya que bien verdad es, que uno es el que siembra y otro el que recoge. Yo os he enviado a segar lo que no habéis sembrado: otros han trabajado y vosotros habéis irrumpido en sus trabajos». (Juan IV, 35-38).
Los «campos que blanquean» a que se refería Jesús, eran los samaritanos,que ya empezaban a llegar al pozo de Jacob, alentados por las palabras de la «mujer«. La multitud estaba viniendo a él para que sembrase en sus almas la semilla del Reino y Jesús no podía dedicarse a comer el alimento que le ofrecían los apóstoles, sino que debía sembrar lo que luego los discípulos recogerían.
Ellos no veían a la mítica multitud que desde lejos se dirigía al encuentro del Maestro. Tenían que «levantar la vista» para poderlos contemplar. Así, mientras el discípulo asimila el manjar adquirido en la ciudad, el Maestro prosigue su labor de siembra, que ha de permitir más tarde la recogida del fruto de la espiritualidad.
También se refiere aquí Jesús al hecho de que a veces pensamos que nos queda mucho para llegar a la iluminación, para poder recoger los frutos que hemos plantado. Pero si levantamos la vista, si somos capaces de ver más allá del mundo material en el que nos movemos, descubriremos que ya estamos listos, que ya blanquean nuestros campos internos.
Los cuatro meses representan las cuatro fases: Yod, He, Vav, He. La plantación, la interiorización, la exteriorización y el fruto, que corresponden al mundo de Jehovah. Pero cuando pasamos al ciclo crístico, ya no necesitamos los “cuatro meses”.
“El que siega recibe un salario y recoge los frutos para la vida eterna”, significa que cuando plantamos realidades espirituales, estas ya formarán parte de nuestro bagaje existencial para siempre. También nos dice que uno siembra y otro recoge, significando que cuando realizamos la siembra tenemos una personalidad, pero al recoger ya hemos evolucionado y el producto es distinto, nosotros somos diferentes.
Luego les dice el maestro “yo os he enviado a segar lo que no habéis sembrado”. Se refiere a que ha sido él quien ha sembrado en la gente el cambio de realidad espiritual y son los apóstoles los que deberán recoger los frutos. De este punto, también podemos extraer que en nuestra labor diaria sembramos en mucha gente y no debemos estar obsesionados con la necesidad que nos muestren sus avances, que podamos ver que han puesto en la práctica lo que les hemos transmitido, porque si no lo hacen ahora, los frutos se verán más tarde.
En nosotros se encuentra a la vez el discípulo y el maestro: hay en nuestra naturaleza algo que aprende y algo que enseña y mientras el yo‑aprendiz está «comiendo«, o sea, asimilando el fruto de sus experiencias mundanas, debe de haber un yo‑maestro dispuesto a dar, para que el yo‑aprendiz pueda seguir «comiendo» en un futuro. Y esto debe ocurrir, muy especialmente, cuando la «mala mujer» que hay en nosotros se ha decidido a cambiar de vida: esto es, cuando nuestra alma abandona el camino de las experiencias materiales para entrar en los senderos de la gracia. Entonces aparecerán los «campos blanqueados«, esa tierra humana reconvertida en virgen, donde la naturaleza mística pueda florecer.
Durante los dos días que Jesús pasó con los samaritanos, estos recibieron la semilla de la verdad y por eso dijeron a la mujer: «ya no es a causa de lo que nos has dicho que creemos en él, lo hemos oído nosotros mismos y sabemos que él es el salvador del mundo, el Cristo». (Juan IV, 42).
El alma humana, llamada aquí samaritana, es el receptáculo que contiene la quintaesencia de todas las experiencias vividas en nuestras diversas existencias. Cuando reconoce y acepta una más alta expresión de la divinidad, representada por Cristo, convierte a su obediencia a todo nuestro «pueblo celular» de tendencias internas, las cuales van al encuentro del Maestro, es decir, van al centro en que se encuentra nuestro maestro interno, allí oyen su voz y ya no es condicionado por el pasado, por sus experiencias anteriores, por su alma, que obedecen y siguen al Maestro, sino porque lo reconocen como tal. El Maestro siempre se reconoce; lo difícil es encontrarlo, pero cuando el alma humana revela el lugar en que se encuentra, todos van y dicen: «En efecto, el salvador de nuestro mundo, la solución de todos nuestros problemas está ahí, es él«.
Si así sucede en lo interno también en el exterior estas cosas sucederán. Es decir, cuando en nuestra alma ha penetrado la fuerza crística, expulsando de ella a los «maridos«, a las voluntades anteriores, sentimos la necesidad de proclamar la noticia a los que nos rodean. Esta proclamación no se hace a grito pelado, ya que, como hemos visto anteriormente, vivir en Cristo no es un modo de hacer, sino un modo de ser. La proclamación se efectúa con el comportamiento: es la nueva forma de comportarnos, la que incita a quienes nos rodean a efectuar el camino que los separa de Cristo, abandonando la ciudad psíquica en que viven para ir al pozo de Jacob.
En el próximo capítulo hablaré de: el cambio de estado
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