Sanar a los enfermos
«Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, purificad a los leprosos, echad a los demonios», prosigue Jesús. (Mateo X, 8).
Ya hemos visto el amplio sentido que debemos dar a ese exhorto. Hemos dicho que la enfermedad desaparece cuando la mente empieza a percibir la armonía divina. Ese enfermo que hay que curar, no es solamente el que ha sido desahuciado por la ciencia oficial, el que ha llegado al ultimo grado de desorganización interna, sino también el enfermo de nuestra sociedad, el achacoso, declinante, que sufre las enfermedades propias de cada temporada.
La ciencia oficial se enorgullece de sus conquistas y proclama que el promedio de vida de hoy ha aumentado. Pero jamás, en ninguna época, la humanidad se ha gastado tanto dinero en medicamentos, en clínicas y hospitales. Las farmacias han proliferado de tal modo, que ha sido preciso reglamentar su instalación, no permitiéndose que se ubiquen a menos de una cantidad determinada de metros, porque si no se hiciese así, todas las tiendas de una calle podrían acabar siendo farmacias, tanta y tan grande es la necesidad de medicamentos.
En nuestra sociedad la persona sana es una honrosa excepción, es algo tan insólito como lo sería un dinosaurio, si de pronto apareciera y, es bien evidente que si la ciencia curara, todas esas enfermedades no tendrían razón de existir. Curar a ese enfermo significa proporcionarle ideas rectas sobre el funcionamiento del universo, para que pueda aplicar esa rectitud a su propio mundo interno, y así curarse.
Por lo que se refiere a resucitar a los muertos, se trata de resucitar en el ser humano a ese gran muerto que es el Ego Superior, que yace enterrado bajo siete capas de materia, bajo esos llamados siete “pecados capitales”, que son la avaricia (Saturno); la gula (Júpiter); la ira (Marte); la soberbia (Sol); la lujuria (Venus); la envidia (Mercurio); y la pereza (Luna). Si levantamos a paletadas todos estos contenidos, resucitaremos al muerto y ese ser ya no necesitará nuestras prédicas porque el muerto ejercerá su ministerio en su fuero interno y él se bastará y sobrará para instituir en sus vehículos la verdad.
Esa es la resurrección que Cristo nos pide que efectuemos, no se trata de resucitar una materia que nada significa de por sí, sino de resucitar la vida sepultada en esa materia, para que esa vida pueda organizar el Reino de los Cielos que Cristo vino a proclamar.
Ya vimos cuál es el origen de la lepra y cómo debemos tratar a esos enfermos. La lepra, dijimos, deriva de la falta de Amor y debemos actuar de manera que las gentes puedan acercarse al Amor y ser visitados por él. Debemos inducirles a ser más sensibles, más demostrativos en sus afectos, a que no oculten sus buenos sentimientos como si fueran una vergüenza o una debilidad, sino que los muestren y los proclamen en sus relaciones familiares y sociales.
Nadie debería acostarse, al final de la jornada, sin preguntarse ¿cuáles han sido los gestos de amor que hoy he realizado? Antes, en las familias, existía la costumbre de que todos los miembros se dieran un beso al levantarse y al acostarse. Era un ritual, que poco a poco ha ido perdiéndose, porque ha perdido las raíces profundas que lo sustentaban. Pero abrir la jornada de relaciones con un beso y cerrarla con un beso resulta muy beneficioso, ya que la boca es el vestíbulo del corazón. Y si el corazón es la morada de Cristo en nuestro organismo, la unión de corazones, simbolizada por la unión de labios, significa que entre dos personas se ha establecido el unísono, la entrañable fraternidad.
En las iglesias ortodoxas, los fieles siguen saludándose con un beso en los labios y ese ritual pasó a la vida profana, de suerte que en la Rusia soviética y oficialmente laica, el beso en los labios sigue siendo el saludo natural.
En nuestros días, la pujanza del sexo ha desterrado el beso en los labios y lo ha relegado a usos puramente eróticos. Pocos, muy pocos son los hijos y padres que se saludan con un beso en los labios y, para curar al leproso, deberíamos resucitar la costumbre del beso en los labios.
Ya hemos visto también en que consiste el arrojar los demonios del cuerpo. No se trata de ir por el mundo pronunciando exorcismos, sino que se trata de ayudar a las gentes a para que se liberen de sus bajos deseos, elevándolos hacia los altos ideales, a fin de que los luciferianos que les proporcionan energías puedan quedar liberados ellos también de sus funciones y los Angeles tutelares sean los ejecutores absolutos del plan de aprovisionamiento energético de la persona.
En el próximo capítulo hablaré de: lo que viene del cielo es gratuito
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.