Recordar nuestro linaje espiritual
Terminamos el capítulo anterior señalando la gran importancia de que Pedro, el representante de Capricornio, reconozca la divinidad de Jesús.
En efecto, al hablar de la rueda zodiacal, vimos que el ser humano entra en contacto con la espiritualidad a través de Aries, primer signo de Fuego, para luego atravesar todos los demás signos, perdiendo poco a poco el contacto con su yo espiritual. Se aleja de forma progresiva de la divinidad, de modo que cuando llega al ciclo de Tierra, después de haber atravesado los ciclos de Agua y Aire, ya ha olvidado completamente el hecho de que está trabajando por cuenta de un Dios interno.
El representante de Capricornio no suele reconocer otra realidad que la material y de ahí el valor de las palabras de Pedro, que constituían la prueba de que él no había olvidado su linaje espiritual, y si reconocía la divinidad de Jesús, no era porque se la hubiesen revelado las circunstancias materiales en que se desenvolvía su vida, sino porque había conservado el contacto, por encima de todos los avatares, con el Padre. Es decir, había re-conectado. Por ello Jesús lo llamó su piedra, su roca sobre la que edificaría la Iglesia, porque en esa piedra resonaba con perfecta claridad la voz del espíritu.
Todos cuantos, desde nuestra Tierra humana, reconocemos y proclamamos el Reino de Cristo, nos convertimos automáticamente en esa piedra fundacional, esa primera piedra que aún en nuestros tiempos suele bendecirse cuando es colocada en un edificio.
Es preciso pues que seamos capaces de reconocer nuestro linaje espiritual y que por lo menos unos minutos al día, los dediquemos a reconectar con nuestro núcleo, a reconocer a ese Cristo que mora en nuestro interior y que espera su reconocimiento para poder actuar.
Nos son entregadas entonces las llaves del Reino y con ellas podemos cerrar las puertas del infierno. Es decir, el reconocimiento de los valores de la columna de la gracia, de ese Reino que Jesús vino a revelar, produce en nosotros la huida de los luciferianos (los ángeles de abajo), los cuales cesan de aprovisionamos de su combustible. Sale de estampida de nuestra naturaleza humana el odio, el rencor, la avaricia, la gula, la ira, la soberbia, la lujuria, la envidia, la pereza. Los defectos capitales nos abandonan y solo permanece el amor, que es la llave de ese Reino; ese amor que, proyectado en forma de rayo sobre los demás, disuelve los espesores acumulados en sus almas y hace que sus vidas sean diáfanas.
Entonces Pedro adquiere la facultad de andar sobre las aguas sin hundirse. Ojalá que esté próximo para ti el día en que puedas andar por encima del mar de tus emociones sin sumergirte para siempre en él, como les sucediera a los infortunados compañeros de Ulises.
Jesús le dijo a Pedro que cuanto atare en la tierra sería atado en el cielo y cuanto desatare en la tierra sería desatado en el cielo.
Ya hemos visto, a lo largo de estos estudios, que en los mundos superiores existe una copia de cuanto se crea y organiza en el mundo físico. Es evidente que si para poner en pie, en este mundo nuestro, para la más insignificante de las cosas, se necesita una porción de energías creadoras procedentes de los mundos de arriba, lo natural será que en esos mundos se tenga constancia de lo que se está haciendo con sus materiales.
Cuando algo aparece en la tierra por iniciativa del ser humano, los señores de arriba sacan una copia y la establecen en su esfera, de manera que lo que se hace en la tierra es atado a la copia establecida en el cielo.
Pero resulta que los seres humanos realizan muchas veces obras que no son conformes a las leyes de la creación y que, por lo tanto, no pueden tener cabida en los mundos de arriba, donde esas leyes son conocidas y respetadas.
El ser humano, como ente divino que es, se encuentra en posesión de unas energías creadoras que nadie le puede arrebatar y es con ellas con las que establece un mundo de falsos valores. Pero ese mundo, sin raíces en las esferas superiores, es desarbolado cuando un chorro de luz inunda el alma humana que edificó la falsa obra, haciendo que caiga en la cuenta de que aquello no puede ser.
Esta luz reveladora nos es transmitida por Urano, que es el planeta que desata – deshace, mejor dicho- aquello que no puede ser plantado en el cielo. Cuando Urano aparece en las arenas de la vida humana, la luz prisionera de las tinieblas vuelve a su estado natural, la luz y las tinieblas mueren en su tumba.
Así pues, el poder de atar y desatar se refiere a la edificación de nuestro mundo. Atar en el cielo lo que se hace en la tierra significa que la construcción de este mundo físico es conforme a las leyes divinas, ya que si no lo es, no podrá ser atada en el cielo.
A veces hemos comentado que el objetivo supremo de la humanidad es plantar el cielo en la tierra, o sea, hacer que ese mundo nuestro de abajo sea la perfecta imagen y semejanza del de arriba. Pero el trabajo humano no se limita a esto, porque si solo se nos hubiese encargado una labor de transplante, ¿de qué iban a servirnos nuestros poderes creadores? Cuando el ser humano conquista la autoconciencia, empieza a funcionar como Dios y de él salen creaciones originales que modifican, perfeccionándola, la obra divina.
Cuando esas creaciones tienen lugar, en los mundos de arriba se movilizan las legiones de seres espirituales para establecerlas en su esfera. Esas creaciones, claro está, tienen que ser conformes a las leyes cósmicas.
El desatar es la acción contraria y debe aplicarse al mundo de falsos valores creados por el ser inexperto. Si la luz de Urano desata, como hemos visto en el punto anterior, el que recibe la luz de Cristo tiene el poder de ser, en la sociedad humana, ese Urano-Hochmah que, al separar lo verdadero de lo falso, produce la disolución de lo establecido en contra de las reglas.
Jesús le dio a Pedro el poder de hacer que el bien fuera algo permanente y el poder de liquidar el mal. El poder de atar el bien a la corriente espiritual que lo nutre y vivifica, y el de cortar esa corriente cuando ha sido usurpada para establecer un falso valor.
Este será un poder del que gozaremos todos cuando la voz de Cristo clame en nuestras naturalezas internas para decirnos: «Tú eres Pedro y te daré las llaves del Reino con el poder de atar y desatar«.
En el desarrollo histórico, Pedro edificó su Iglesia y a partir del momento en que tuvo existencia material, se vio sometida al proceso de degradación que afecta a todas las construcciones materiales. Una forma física no puede quedar permanentemente atada a su copia en los mundos espirituales. Es preciso que esta forma muera y renazca, como lo hace el alma humana. No es con el Pedro histórico con quien Jesús estableció su compromiso, sino con el Pedro mítico que renace en el interior de cada ser humano cuando nuestro Padre, que está en los cielos, nos revela la identidad del Hijo.
Jesús vino a decirles a los judíos que el Padre establece relaciones individuales con el ser humano y no a través de su raza o de su nación. Si deshizo de esta forma al dios de raza, no iba luego a establecer un dios de iglesia funcionando solo para aquellos que iban a postrarse ante él en un determinado lugar.
Su compromiso con Pedro no fue el de crear una organización social, en la que pudiesen adquirir patente de cristianos todos los que se afiliaran a ella, sino el de otorgar poderes a todo ser al que la identidad del Hijo de Dios le fuera revelada.
En el próximo capítulo hablaré de: el trágico itinerario
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