Queda poco tiempo
«Hijos míos, me queda poco tiempo para estar con vosotros. Me buscaréis pero como he dicho a los judíos, que no pueden venir donde voy, así os lo digo también a vosotros. Os doy un nuevo mandamiento: amaos los unos a los otros; como yo os he amado, amaos también los unos a los otros. En ello se conocerá que sois mis discípulos, si entre vosotros hay amor«. (Juan XIII, 33-35).
En ese último periodo de su manifestación como fuerza externa, no integrada aún a la tierra física, no formando parte intrínseca de la naturaleza humana, Jesús repite una vez más que la señal por la que se reconoce al discípulo de Cristo es el amor.
Para reconocer pues al discípulo, para reconocerlo en nosotros mismos, ya que todo empieza por uno mismo, tendremos que observar si en nosotros hay amor y, para ello, deberemos empezar por saber exactamente lo que es el amor.
En el modelo cósmico, los dos centros del amor son Hochmah y Tiphereth. No hablemos de Netzah, porque ese centro se ocupa de la revelación del amor, siendo el segundo He de Hochmah (siendo Hochmah el He primordial, Hesed es el Vav y Netzah el 2º He) si lo enjuiciamos por su posición en la columna de la derecha, y asimismo es el segundo He del segundo ciclo sefirótico, el Mundo de Creaciones, el de los sentimientos, en el cual Hesed es el Yod, Gueburah el He y Tiphereth el Vav. Netzah es así el fruto, el resultado de una elaboración y sus semillas, como Yod del ciclo de formación, transmiten una síntesis, son un resultado, no un principio, y por ello, por su complejidad como producto elaborado que es, nos inducirá en error si lo tomamos como modelo para conocer lo que es el amor.
Hemos visto ya en estos estudios que Hochmah tuvo un papel estelar en el segundo Día de la Creación, cuando el Agua zodiacal invadió la obra divina, amenazando con apagar el Fuego, que era el elemento con que se construyera todo en el primer Día. Ante tal catástrofe, Hochmah se sacrificó, como Cristo se sacrificaría después y, siendo de la misma naturaleza que Kether-Padre, se convirtió en agua, o sea se hizo él mismo enemigo porque, siéndolo, ya no era posible la enemistad, puesto que si somos nosotros mismos una cosa, ¿cómo odiar esa cosa? Este sacrificio cósmico lo instituiría después Binah en sus leyes, imponiéndolo en todo el universo como una obligación.
El resultado de esa unión del Agua con el Fuego fue, como todos sabemos, la de traer la fecundidad a la obra divina. Sin la unión de esos dos elementos, nada hubiese podido florecer en nuestro universo solar. La Creación Divina fue posible gracias a la conciliación de esos dos elementos y ello constituyó la primera gran prueba para la oleada de vida que inició la tarea creadora. Hochmah era la oleada de vida que venía detrás de la primera y participaba por entero de su naturaleza ígnea; era el hijo creado a imagen y semejanza del Padre, y ese hijo salvó su obra gracias a su transformación voluntaria en la fuerza adversa zodiacal.
Así el amor, de acuerdo con el modelo cósmico de Hochmah, es el impulso gracias al cual nos convertimos nosotros mismos en nuestro enemigo, en nuestro adversario y somos así capaces de realizar sus intenciones, sus objetivos contra nosotros mismos. Si nuestra identificación con el otro, con el que aspira a nuestras posiciones, a nuestro ideales, a ser lo que somos, es tan absoluta como lo fue la identificación de Hochmah con el agua zodiacal, entonces estará en nosotros ese amor que nos revela como discípulos de Cristo.
Tiphereth es el otro modelo cósmico que desvela el amor divino, puesto que ocupa el lugar de Hochmah en la columna central y representa al Hijo descendido al mundo de las emociones, nacidas precisamente en ese segundo Día en que Hochmah actuó.
El esfuerzo de Hochmah quedó grabado en Binah, decíamos, reflejándose en dicha séfira las consecuencias de esa gesta creadora. Se patentizó entonces que cuando una fuerza se convierte en lo contrario de lo que es por su esencia, esa conversión no es nunca unánime. Se producen disidencias, atascos, vueltas hacia atrás. Ese proceso quedó registrado en la memoria de Binah y convertido así en una dinámica que produciría todas las rebeliones que ya conocemos, la más cercana a nosotros es la de los luciferianos negándose a colaborar con el agua y volviéndose así criaturas estériles, impropias para la propagación y difusión de la obra divina.
En nuestro cuerpo de deseos se desarrollarían los trabajos de Hochmah y, por consiguiente, tendrían lugar los atascos inherentes a esos trabajos, o sea, grupos importantes de personas no terminarían ese trabajo de unión armoniosa del Agua con el Fuego. Para que esa labor pudiera llegar hasta el fin, del mismo modo que Hochmah se convirtió en Agua, en ese cuarto Día, Hochmah se convertiría en ser humano, «bajando» hasta el Mundo de los Deseos para, desde allí, encarnar en la naturaleza humana de Jesús.
Ese descenso del amor debe producirse igualmente en nosotros, de modo que el amor no solo consiste en interiorizarlo en el enemigo y realizar en nosotros su propósito, sino en bajarlo a todo lo que vive por debajo de nuestro nivel moral y biológico, para producir su integración a lo de arriba, despojándolo de los materiales que impiden ese ascenso. Si nuestro amor levanta lo caído, si penetra en el corazón del enemigo, desmovilizándolo, será señal de que somos discípulos de Cristo. El amor por los otros, cualquiera que sea ese otro, significará pues que hemos llevado a cabo hasta la fase final los trabajos de Hochmah y Tiphereth y que somos así los agentes fecundantes de la obra divina, los transmisores de su simiente y los gestadores del universo.
En el próximo capítulo hablaré de: el canto del gallo
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