¿Por qué me has abandonado?
“Desde la hora sexta hasta la nona se extendieron las tinieblas sobre la Tierra. Hacia la hora nona, Jesús exclamó con voz fuerte: ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” (Mateo XXVII, 45-47). Marcos XV, 33-35).
Mateo y Marcos intercalan en sus crónicas esta secuencia, que no figura en las de los otros dos evangelistas. Esto significa que este sentimiento de abandono expresado por Jesús ha de ser vivido por algunos discípulos, pero no porotros. Algunos, al vivir ese trance en el que su luz ha de penetrar en el mundo tenebroso para redimirlo, experimentarán la sensación de que Dios los ha abandonado. Es decir, que su Ego Superior, que había estado dirigiendo sus vidas hasta aquel momento, se ha retirado de ellos y los ha dejado en poder de las tinieblas para que estas vuelvan a reinar en ellos.
Ya hemos visto que al abordar una nueva etapa tiene lugar siempre una recapitulación de las anteriores. En el momento final, cuando nos disponemos a dejar un mundo para penetrar en el otro, se produce la última de las recapitulaciones y nos vemos abandonados nuevamente a las tinieblas.
Ese baño de tinieblas es algo que todos deberemos ineludiblemente vivir, tal como hemos señalado en los últimos capítulos. Pero, mientras unos serán conscientes de la operación o sea que su conciencia estará del lado de la luz y sabrán que bucean en las tinieblas para disolverlas, otros, por el contrario, constatarán que la luz que había iluminado su camino ha desaparecido y que vuelven a identificarse con lo tenebroso; vuelven a sentir apetencia por los valores mundanos que ya no les producían placer ni gloria.
Laspersonas que han practicado el montañismo saben que a medida que se asciende hacia la cumbre, van apareciendo senderos de bajada, que son como una invitación a dejar de seguir escalando y a volver al valle y reencontrar su frescura, sus deliciosas sombras. Las ocasiones de volver hacia atrás son numerosas y seductoras, pero es que, además, la misma dinámica de la escalada nos exige constantes retornos hacia el pasado, a fin de que nuestro Ego vea si nos sentamos en uno de esos bancos que suelen encontrarse en los jardines públicos, desde los que poder gozar del espectáculo de la vida, o si nos mantenemos de pie y movilizados para ascender de nuevo.
Para liquidar nuestra parte tenebrosa, será preciso que nuestra luz baje a nuestras tinieblas y las disuelva, y en esta operación siempre habrá peligro de que la luz se quede atrapada en ellas, conviviendo con ellas y expresando así alternativamente lo uno y lo otro, del mismo modo que en el mundo conviven ambas y hay horas de día y horas de noche. Ser día y noche. Ser luz y sombras, puede parecernos algo natural, y así, mientras en determinadas horas consumimos el placer mundano, en otras horas nos dedicamos a la espiritualidad. Pero esa alternancia ha de terminar un día u otro. En los mundos de arriba siempre luce el Sol; en el Reino de Cristo siempre es de día, y para entrar en él debemos liquidar nuestra noche y renacer definitivamente en la luz.
Esta operación final es la más delicada y peligrosa, porque cuando hemos alcanzado este punto del sendero, la luz que llevamos en el alma es radiante, es magnificente, es sumamente embellecedora. Entonces, al ser absorbida esta luz por nuestras tinieblas, las magnificamos, las embellecemos, las hacemos mucho más apetecibles de lo que realmente son. Y corremos el peligro de volver a enamorarnos de esas tinieblas que ya no nos apetecían, a las que ya no encontrábamos sabor. Disolver nuestras tinieblas, salvar lo sombrío que hay en nosotros, representa nuestra hora de la verdad, aquella en que hemos de penetrar en la bestia para matarla, y bien sabemos que en las corridas de toros, que es cuando el hombre vestido de luces entra a matar, que su vida corre el máximo peligro.
La historia no acaba con la disolución de nuestras propias tinieblas y el triunfo de la luz sobre ellas. Será preciso que realicemos este trabajo en la fase Vav, la exteriorizadora, o sea, deberemos penetrar en lo tenebroso de las personas que nos acompañan en nuestra ruta y una vez sumergidos en su oscuridad, disolverla y redimirla, de modo que no entramos nunca solos en el Reino, sino que lo hacemos acompañados por aquellos que constituyen nuestros conejillos de indias de cara a la prueba final.
Por ello, tal como apuntábamos en los últimos capítulos, es preciso que nos pongamos a la disposición de los demás, que compartamos su infierno, que nos recubramos de sus sombras y nos vistamos con los disfraces de sus tinieblas. Si salimos de esa prueba airosos, si emergemos de nuevo a la luz, llevando al otro con nosotros, podremos por fin sentarnos a la diestra del Padre y habremos terminado definitivamente nuestro peregrinaje por el costado izquierdo de la divinidad: nos veremos liberados del mundo del Yod-He-Vav-He.
En el próximo capítulo hablaré de: el día de Parasceve
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