Permanced en mi amor
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo también. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, del mismo modo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho estas cosas a fin de que mi dicha esté en vosotros y que vuestra dicha sea perfecta. Este es mi mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. (Juan XV, 9-12).
En la última hora de su ministerio, Jesús repite a sus discípulos lo que ya les dijera al principio: que el amor es la clave de su Reino. Si debemos liquidar nuestro imperio humano en la hora Samekh, el motor de esta liquidación ha de ser el amor. ¿Qué sino nos induciría a darlo todo a cambio de nada?
Ya hemos visto que en Virgo los amores no son fáciles; o bien nos vienen muy pronto, o bien aparecen en la puerta de la vejez. Para cambiar esa dinámica solo cabe ser uno mismo amor, de manera que al derramarse la copa interna al exterior, todo a nuestro alrededor se convierta en tierra de amor.
Amar al otro más que a sí mismo, tal es la dinámica de esta hora. Desde la perspectiva de Virgo, el «otro» es el que está en Piscis, en el signo de enfrente. Ya hemos visto que el de Piscis es el que vuelca sus sentimientos sobre los demás, el que se desprende de sus emociones internas proyectándolas en el mundo. Su oponente, el de Virgo, es, por consiguiente, el receptáculo natural de esas emociones piscianas; es el que las encaja. Y a menudo vemos, en el mundo humano, como el de Virgo las rechaza, se las sacude de encima, porque él ya no está para esos trotes, ha superado la fase sentimental y no comparte los estados anímicos de su camarada pisciano, el cual se ve obligado a tragar sentimientos que no encuentran espacio natural para ubicarse.
La penetración de la fuerza crística en esa instancia cambia el paisaje del virginiano. Al escuchar el mandato «amaos los unos a los otros«, el de Virgo acepta el propósito que le viene de la otra polaridad y se convierte en objeto de amor, de modo que si antes hemos visto que el de Virgo podía ser extremadamente rico o extremadamente pobre, vemos ahora que puede dejar de ser la persona solitaria que es cuando juega el papel de cepa del mundo, para convertirse en centro de amor al ser cepa verdadera.
Ser receptáculo del amor de los demás no es una tarea fácil de llevar. La estampida de las emociones, que se produce en Piscis, no es nunca, o casi nunca, un espectáculo edificante. Esas emociones humanas vienen cargadas de pasión, de codicia, de deseos inconfesables y esa es la cruz con la que el nativo de Virgo ha de cargar, como Cristo lo hiciera a partir de esa hora.
El amar a los otros como Cristo nos ha amado supone aceptar, ponernos en las espaldas todo lo corrupto que pueda haber en sus naturalezas, a fin de que queden limpios. Ya que lo noble, lo elevado, lo digno, no tiene dificultad en encontrar quien lo lleve; para ese tipo de sentimiento no se necesita un Virgo que lo absorba; ya hay un mercado vasto para ellos. El amar a los demás en esa hora significa amar sus errores, sus vicios, sus lacras, todo ese mundo de sombras que se va pegando a los talones en nuestra andadura humana.
Dada su condición de exutorio de todas esas sombras, Virgo será a menudo considerado como formando parte de la sombra misma, y será acusado, como lo fue Jesús, quizá castigado y menospreciado. Tal es el precio a pagar en esta hora de nuestras vidas, porque el mandato de amar a los demás no tendría valor alguno si se tratara de amarlos en la hora de su triunfo, de su gloria, de su virtud, de su belleza. Es amarlos en los días malos lo que da fuerza y vigor a ese mandato.
El ser-Virgo es el Cristo de la última hora, el que lo ha seguido hasta el final de su misión y se ha convertido a su vez en redentor del mundo, de ese mundo que lo rodea.
Cuando Jesús nació, bajo el signo de Capricornio y a las doce de la noche, el Ascendente se encontraba en Virgo, indicando así que este signo sería el soporte material de su misión redentora.
Cristo absorbió todos los pecados del mundo sin contaminarse con ninguno de ellos. Vemos, en su recorrido por el alma humana, como los ciegos recuperan la vista; los tullidos, el uso de sus miembros; los leprosos sanan; las prostitutas dejan de serlo. Ser el receptáculo de las pasiones, los vicios, los instintos más básicos, sin adherirse a ellos, tal el trabajo que nos reserva esa hora. Esponjarlos, pero no suscitarlos; cargar con ellos sin darles aliento, esa es la actitud que el Virgo-cepa-verdadera ha de adoptar con sus semejantes: amarlos como Cristo los amó.
Las pasiones solo incordian a quienes las abrigan y a quienes sienten el gozo de cobijarlas en sus cuerpos. Si el amor de la pasión no existe, si ya no hay gozo en su práctica y solo se acepta para liberar de ella al otro, entonces podemos decir que andamos sobre la pasión sin hundirnos en ella, como Jesús anduvo sobre las aguas sin sumergirse en ellas. Todo el arte del Virgo consistirá en permanecer sereno en la tempestad que le viene del otro, en guardar los mandamientos de Cristo y estar atento al amor del otro, no al amor de su pasión. Entonces el otro, encontrando en nosotros el receptáculo de sus desórdenes interiores, pero no su alimento, verá su pasión extinguirse poco a poco hasta su total liberación.
Así pues, el amor del otro, en esa hora final, será una de las últimas puertas a franquear antes de penetrar en el Reino de Cristo.
En el próximo capítulo hablaré de: dar la vida por los amigos
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