Padre, hijo y Espíritu Santo
«En verdad, en verdad os digo, que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre, porque lo que este hace, lo realiza igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo, y le muestra todo lo que él hace y le mostrará aún mayores obras que estas, de suerte que vosotros quedéis maravillados«, dijo Jesús a los judíos. (Juan V, 19-20).
Ya vimos, al estudiar las fuerzas de el Árbol Cabalístico, que el centro supremo, al que Jesús llama Padre y que en el Árbol recibe el nombre de Kether o Corona, no tiene una expresión definida, porque es la fuerza general que lo mueve todo y lo alimenta todo con su soplo. Es en el segundo de los Sefirot, llamado Hochmah, y al que Jesús denomina Hijo, donde el Padre-Kether toma un rostro, presentándose ante los seres humanos bajo la apariencia de amor-sabiduría. Por ello dice Jesús que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, si no es reproducir lo que ve hacer al Padre, porque es el Padre quien actúa en él. Padre e Hijo constituyen dos personas ligadas de forma indisociable, estrechamente sincronizadas, como pueden serlo la biela de una máquina de tren y la rueda que pone en movimiento.
Del mismo modo, a imagen y semejanza de ese Árbol Cabalístico, deberíamos actuar igual, dedicándonos a reproducir de forma fiel lo que hace el Padre, es decir, nuestro Ego Superior, nuestro espíritu, al que deberíamos ceder el mando de nuestros vehículos.
Si Padre e Hijo constituyen una sola y única realidad, no ocurre lo mismo con la tercera fuerza del triángulo supremo, conocido cabalísticamente con el nombre de Binah, llamado por Jesús el Espíritu Santo y conocido por los judíos con el nombre de Jehovah. Esa tercera fuerza no puede ser a la imagen y semejanza del Padre, porque su función es la de gestar, la de reproducir el mundo que Padre-Hijo están generando, y si los primeros constituyen la energía, la semilla del universo, la tercera fuerza ha de ser el receptáculo que recoge la simiente, o sea que Binah-Jehovah-Espíritu Santo es el exacto revés de lo que son Padre-Hijo, y toda su dinámica es la inversa del funcionamiento de la primera.
Así el Hijo, ostentando la representación del Padre, tiene que penetrar donde se encuentra Binah-Espíritu Santo para que en el universo todo pueda renacer. Es la simiente del Hijo la que permite a todas las cosas vivir y para ello es preciso que el Hijo muera en la cárcel material de Binah, en su vientre fecundo.
Pero este acto de fecundación no puede ser eterno. En nuestro mundo humano vemos cómo la mujer, representante de Binah, agota generalmente su capacidad gestadora cuando ha vivido siete períodos de siete años, o sea cuarenta y nueve (esta es la edad simbólica). Entonces adviene la menopausia. A niveles cósmicos, también Binah alcanza su menopausia, y esto sucede, o sucederá, cuando Padre-Hijo hayan plantado en el mundo físico todo cuanto tenían que plantar. Cuando nuestro mundo material sea la exacta imagen y semejanza del mundo divino, entonces Binah se volverá menopáusica y las formas creadas por ella dejarán de obedecer sus leyes, porque Binah ya no ejercerá sus funciones. Veremos así como los hijos de Binah se separan de la madre y vuelven su mirada hacia el Padre.
Los siete periodos se corresponden con los 7 Sefirot desde Binah, hasta Yesod o, lo que es lo mismo, los siete planetas que los rigen: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna. Cuando hemos dado siete vueltas a cada uno de los trabajos o de las cualidades de estos planetas, deberíamos estar preparados para invertir los mandos y empezar los trabajos de la columna de la derecha, los trabajos crísticos.
La dinámica antes descrita ya se encuentra interiorizada en las relaciones humanas, y así vemos que el hijo depende enteramente de la madre en los primeros años, pero poco a poco esa dependencia va aflojándose y el niño se inclina cada día con mayor firmeza hacia el padre (representante de su Ego Superior). En las leyes sociales se recoge igualmente esa dinámica y vemos cómo los tribunales de justicia, cuando hay litigio, confían el niño a la madre en su baja edad, pero pueden inclinarse hacia el padre, si el niño tiene más de catorce años.
El mundo maternal, el de Binah-Espíritu Santo-Jehovah, es el de las reglas, de las leyes, de las obligaciones; es el mundo de la puerta estrecha, y si ese universo, como hemos dicho, es exactamente al revés del universo que Padre-Hijo representan, es evidente que cuando ese mundo paternal entra en funciones, hemos de quedar maravillados, como Jesús se lo decía a los judíos.
¿Cuándo advendrán esas maravillas? Cuando nuestra naturaleza femenina se vuelva menopáusica, cuando se haya agotado en nosotros nuestra capacidad gestadora de materia y sus derivados. Mientras vayamos derramando por el mundo discordia y confusión, volveremos una y otra vez a la tierra para gestar en nosotros mismos esa discordia; seremos Binah, seremos mujer para poder dar forma a todo ese karma. Pero cuando el mundo divino haya florecido totalmente en nosotros, cuando todo cuanto podíamos plantar haya sido plantado, entonces Binah morirá en nuestra naturaleza interna y se producirá el renacimiento del Hijo, su resurrección. El inicio de ese proceso tiene lugar con el desapego, cuando dejan de deslumbrarnos los objetos materiales, los televisores, los coches, los ordenadores, las tabletas, los teléfonos…
Entraremos así en el reino de las maravillas, en el que todo será al revés de lo que había sido antes. El dolor se convertirá en placer, y lo que ahora nos produce placer lo experimentaremos como un dolor, como una molestia. De ahí que, siendo apreciados los valores a la inversa, y habiendo pasado todas las potencialidades humanas de lo virtual a lo ejecutivo, el mundo se convierta en algo difícil de imaginar para el ser humano que vive centrado en la esfera de Binah. Lo que anunciaba Jesús no era una evolución dentro de los mismos esquemas (lo que algunos hubieran deseado), sino una revolución en el sentido más amplio de la palabra.
Este tránsito del mundo maternal y protegido al mundo paternal y creador, se realiza individualmente, es un asunto personal entre el ser humano y su Padre Eterno, pero cuando en el mundo existan suficientes personas que hayan iniciado ese «viaje» las formas de vida cambiarán y el Reino de Cristo se instalará en la Tierra.
En el próximo capítulo hablaré de: la resurrección
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