Otro síntoma
El otro síntoma son las guerras, los rumores de guerra, los terremotos, el hambre, el levantamiento de pueblos contra pueblos y reinos contra reinos.
La entrada en el Reino significa la ordenación de todas las cosas. El Reino paradisíaco no puede establecerse mientras el rompecabezas del mundo no presente una perfecta imagen, y ponerlo todo boca arriba, o sea, pasar del desorden al orden, es algo que difícilmente puede hacerse sin guerras, porque no lo aceptamos de forma pacífica.
Ya vimos cuán difícil es que cada uno proceda a la remodelación de su Templo, de su mundo interno, cuando las piedras que los constituyen deben ser elaboradas con nuevos materiales. La sociedad siente una auténtica veneración por todo lo antiguo. Un negocio muy floreciente en nuestros tiempos es el de anticuario y se suele pagar mucho más por una cómoda carcomida por la polilla, que por un mueble nuevo. Pero esa veneración por lo antiguo suele obedecer a razones superficiales, y constituye el síntoma de que no le gusta a la sociedad cambiar en su estructura profunda. Cambiará en el modo, en el uso de los artefactos que pone a su disposición la industria, pero seguirá aferrada a los antiguos hábitos, venerándolos, encontrándoles razones nobles, virtualidades que incitan, no a desprenderse de aquello por estar fuera de uso, sino al contrario, a promoverlo y exaltarlo. Es a bombazo limpio que las viejas estructuras anímicas deben saltar. Ahora bien, ¿cuándo sobrevendrá esa guerra, anunciadora de los dolores del parto?
Hemos visto que el universo, en su marcha inexorable hacia adelante, precipita, por decirlo de algún modo, en el abismo, a los vagones que cierran la marcha de su fantástico carrusel. Es como si a ese tren de la vida le nacieran vagones en la cabeza, colocada en la rampa de la montaña, mientras la cola es tragada por el reino de las sombras.
Dicho de otro modo, la marcha hacia adelante de los que están en vanguardia, sitúa en el mundo de perdición a los que están detrás, lo mismo que sucede en las carreras ciclistas, en las que los últimos se ven eliminados si llegan más allá de un determinado porcentaje de tiempo del empleado por los primeros en llegar a la meta.
La luz, en su marcha hacia adelante, genera sombras, y donde vemos mejor representado ese proceso es en la marcha diaria del Sol, puesto que al iluminar nuevas franjas de la tierra, deja a oscuras otras zonas, en las que van instalándose progresivamente las tinieblas.
Donde quiera que posemos la mirada observamos la efectividad de esa ley, que podemos resumir de esta forma: el acceso a la verdad precipita automáticamente una franja del universo en el que vivimos en la región de la conflictividad, de la destrucción, de las sombras.
Podemos observarlo también en el dominio del progreso tecnológico, donde las nuevas conquistas de la técnica dejan sin trabajo a una categoría de obreros que ya no se adaptan a las nuevas tareas que exige de ellos la sociedad y forman una capa de gente marginada y conflictiva.
El progreso, en cualquier dominio en que se realice, produce automáticamente retrocesos en su parte baja; deja en la sombra una franja de su propia vida y en ella se establecen las fuerzas que trabajan en la repulsión con objeto de destruir, de extirpar esa parte. Por ello decía Jesús que es preciso que sucedan guerras, y que esas guerras son el signo que evidencia la proximidad del Reino.
Cuando hayamos penetrado en ese Reino del Padre de una manera total y absoluta, ya no habrán sombras, ya no serán precisas las guerras. Mientras permanecemos en las actuales condiciones, para alcanzar nueva luz, es preciso que en nuestra retaguardia, una franja de nosotros mismos sea destruida.
Lo que ocurre en el universo, en la sociedad, sucede igualmente en nuestro micro universo, de modo que el aspirante a la vida superior, al moverse hacia adelante, verá aparecer en su existencia una zona de inseguridad y de guerra. Quizá antes de «levantarse» vivía una existencia equilibrada y sin problemas. Su sol interior había detenido su marcha y alumbraba un paisaje sin sombras. Pero he aquí que al reemprender su camino y aparecer en su vida nuevas zonas iluminadas, en su retaguardia humana surgen las tinieblas y, con ellas, las fuerzas destructoras que trabajan en el derribo de aquello. Según su circunstancia particular, para unos esa zona de penumbra cubrirá su vida laboral, y pueden quedarse sin trabajo, o abandonarlo por voluntad propia, porque sienten que ya no encajan en aquello. O bien será su vida de relación la que sufrirá, y se quedarán sin amigos, sin familia, o llevando una vida conyugal conflictiva.
El que sea preciso que esto suceda así no significa que debamos cruzarnos de brazos ante un proceso natural que, como todos, puede y debe ser superado. Ya vimos que Dios procedió a una segunda Creación después de que quedara descontento con la primera, la natural. También nosotros, a su imagen y semejanza, debemos vencer las leyes de la naturaleza y ponerle luz artificial a nuestra zona de sombras.
El aspirante a la vida superior, sabiendo que por la fuerza de las cosas, al penetrar en la luz, una parte de su existencia quedará sumida en las tinieblas y tenderá a ser destruida, ha de poner a salvo lo esencial de esa franja de terreno que será zona de guerra, del mismo modo que lo haría el habitante de una ciudad que supiera va a ser destruida por una catástrofe natural.
Si las relaciones con el cónyuge constituyen esa zona conflictiva habrá que salvar al cónyuge y llevarlo a la tierra en la que todavía hay luz. No existe una fórmula de salvación valedera para todos. Cada «artista» debe operar según su criterio, pidiendo a las fuerzas de la luz la iluminación necesaria para actuar con acierto.
En el próximo capítulo hablaré de: los terremotos
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