Liberar el amor
Cristo vino a liberar el amor de la servidumbre a que lo había sometido Binah, sacándolo al exterior para que nos recubriera positivamente como una segunda piel. Para llevar a cabo esa tarea, tenía que descender al mundo físico, como Binah lo hizo, y llevar a él el mensaje de la unidad del Padre con el Hijo, ya que en Binah las fuerzas divinas se habían manifestado sobre todo en estado de discordia.
Binah lleva el registro de la memoria divina y si en el despliegue de las fuerzas cósmicas se produjo un estado de combate, Binah instituyó ese combate en todas las criaturas que tiene bajo su dependencia. Luego se produjo la conciliación, y Binah la registró y la administró igualmente a sus criaturas.
En la Biblia encontramos esa reconciliación en la historia del templo de Salomón, construido por Hiram. Pero una cosa es contar una historia y otra muy distinta es vivirla. Binah puede proyectar ante nuestros ojos la película de los hechos que acaecieron y, efectivamente, de película sagrada podemos calificar los rituales de las Escuelas iniciáticas que tratan de esa conciliación del Fuego con el Agua, pero solo los protagonistas pueden hacer que los vivamos por dentro. Por ello Cristo tenía que descender a nuestra naturaleza humana y hacernos comprender lo que ocurre cuando Padre e Hijo actúan conjuntamente y no disociados.
Al morir físicamente, su carga de voluntad-amor se liberaría y se establecería en la Tierra humana atado arriba por sus cuerpos superiores y atado abajo gracias al cuerpo de Jesús, sería el permanente cordón umbilical por el que recibiríamos el mensaje voluntad-amor, no en su aspecto significado, que eso ya lo obtenemos de Binah, sino en su aspecto experiencia. Es decir, lo vivimos como la mujer vive el parto, mientras que Binah nos daba la visión de ese parto como puede tenerla el varón, contemplándolo desde fuera y diciéndose que, en efecto, aquello debe doler mucho.
La tristeza de los discípulos, decíamos, era la misma que la del enamorado que es separado del ser amado; pero cuando ese parto se haya producido en nosotros, nos vendrá la perfecta dicha, tal como Jesús lo anuncia en ese punto de la enseñanza. ¿Qué ha de significar para nosotros el estado de perfecta dicha?
Lo entenderemos si hemos vivido intensamente un amor externo, tal como lo vive el ser pre-crístico; si hemos protagonizado la historia de Romeo y Julieta tal como nos la relató Shakespeare, o la de Tristan e Isolda, tal como nos la contó Wagner. El enamorado pre-crístico vive con más intensidad, más furiosamente en el otro que en sí mismo. El otro se convierte en la parte más preciosa de su propio ser, de modo que si el otro se muere, si el otro se escinde de ese amor, la parte que le queda, la suya, ya no le interesa. Pero ese estado de dicha no puede ser perfecto porque, siendo el objeto de ese amor algo externo a él, no podrá poseerlo jamás como él desearía hacerlo.
La perfecta dicha sobreviene cuando nosotros mismos somos el objeto de ese amor y, por consiguiente, no necesitamos buscarlo fuera. En nuestros estudios de los signos del zodíaco hemos visto que Escorpio representa la estancia del amor propio, pero lo hemos estudiado en su aspecto involutivo, cuando el amor propio es un paso obligado hacia el amor por los demás y este a su vez un paso hacia el descubrimiento pleno del mundo material. En ese camino involutivo, los planetas y los signos giran en sentido contrario a las manecillas del reloj. Pero en el camino evolutivo, planetas y signos giran en el mismo sentido, o sea de derecha a izquierda y no de izquierda a derecha.
Así, Escorpio, que en la involución es el signo del egoísmo y la separatividad, en la evolución es el signo de la perfecta dicha, indicando el momento en que nos hemos convertido en centros irradiantes de amor divino y de nosotros se desprende la fecundidad que acompaña al Fuego y al Agua cuando ambos elementos trabajan conjuntamente.
Cuando nosotros mismos somos amor-voluntad, ya no necesitamos aportaciones de los demás, y de nosotros se desprende el amor sin que nos empobrezcamos al darlo, como el Sol no se empobrece al dar su luz. Y del mismo modo que Sol no pide que le devolvamos el calor que nos da, tampoco nosotros sentiremos la necesidad de pedir a quienes amamos la devolución del amor que gozosamente les ofreceremos. La alegría ya no nos será arrebatada cuando hayamos alcanzado el estado de dicha perfecta.
En el próximo capítulo hablaré de: hablaré abiertamente
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