Las moradas del padre
“Hay muchas moradas en la casa de mi Padre. Si no fuera así, os lo habría dicho. Yo voy a prepararos en ellas un lugar. Y cuando me haya ido y que os haya preparado un sitio, volveré y os tomaré conmigo, a fin de que allí donde yo esté, vosotros estéis también. Vosotros sabéis donde voy y conocéis el camino”. (Juan XIV, 2-4).
Tal como decíamos, las moradas de la casa del Padre aparecen en el espíritu del discípulo que ha conservado la fe, o sea la relación consciente con las fuerzas de arriba, al encontrarse en el escenario de los goces materiales. Si esto sucede así, la voz interna de Cristo le hace visitar las moradas, o sea le descubre la estructura de ese mundo que un día ha de ser el nuestro y le revela su organización.
El hecho de que este trabajo sea el correspondiente a ese punto del camino, no es casual. En efecto, mientras descendemos hacia las realidades materiales, llevamos una dirección y un objetivo: el de conocer esas realidades materiales, y no cabe esperar que conozcamos otras. Si emprendemos un viaje a París, tendremos que esperar la llegada a esa bella ciudad para conocer todas sus maravillas, y será en el viaje de vuelta cuando París vivirá en nuestra memoria y se habrá convertido en parte de nuestra sustancia anímica. O sea, es el conocimiento de la organización material lo que nos permite comprender por analogía la organización existente arriba.
De igual modo, mientras Cristo no haya alcanzado la fase de penetración correspondiente al ciclo de Tierra, no tendremos una visión clara del Reino. La primera visión que aparecerá ante nosotros al iniciar su «viaje» en nuestra naturaleza, es la de que se encuentra instalado en una especie de nube piramidal, en cuya cúspide hay un rey coronado, mientras en su camino espiral se sitúan los ángeles tocando la trompeta. Al descender a nuestra naturaleza emotiva, ya lo vemos como el jefe de un grupo activo que puede intervenir en nuestro favor si le dirigimos requerimientos de una forma apropiada y en un lugar adecuado.
Cuando su fuerza penetra en nuestras mentes, descubrimos las reglas, las leyes, y nos viene la idea de edificar nuestro mundo de acuerdo con ellas.
Y será cuando hayamos construido la ciudad aquí abajo, si es que no nos identificamos con ella y pensamos que todo su orden ha salido casualmente o es producto de una necesidad natural, cuando percibiremos en ella las huellas de las moradas de arriba. Si después de haberla edificado nos encerramos en ese suntuoso retiro del Noun y guardamos la memoria del proceso espiritual que nos ha llevado hasta allí, irá apareciendo en nosotros la evidencia de que ese mundo de arriba, por ser más antiguo, está más organizado que el nuestro y que lo que aquí falla, allí debe fallar menos, porque la oleada de vida que lo ha edificado ha pasado ya por un estado de conciencia semejante al nuestro y se encuentra en condiciones de edificar un mundo más perfecto. Mientras esa ciudad material no haya sido construida no podremos contemplar la ciudad espiritual y tendremos una idea vaga del Reino.
Pero cuando esa tarea humana haya sido llevada a cabo, Cristo aparecerá en el Noun como el constructor de ese mundo preparado para nosotros, del mismo modo que nosotros lo estamos preparando para la oleada de vida que nos sigue, de modo que cuando los animales actuales accedan al nivel humano, penetrará en sus almas toda nuestra organización y les vendrán por inspiración como nos ha venido a nosotros, una serie de ideas a desarrollar que no serán fruto de una elaboración personal, sino que serán ideas recibidas. Así descubrirán un orden sobre el cual elaborarán su propio mundo.
De igual forma los arcángeles de Cristo nos preparan el mundo en el que nosotros hemos de residir y allí estaremos con Él, porque en ese mundo, que es el de la vida, lo que un día ha existido, no desaparece, y cuando nos instalemos en ese universo, en él encontraremos su organización y las formas de los seres que lo han creado.
En efecto, vimos al estudiar la vida del ser humano en ese mundo (“Los Misterios de la Obra Divina) que cuando morimos en él, nuestra forma no desaparece, sino que se queda por espacio de centenares de años y se conoce con el nombre de Cascarón, utilizados a menudo por los Elementales, una categoría de seres que evolucionan hacia la individualidad, para gastar bromas a los humanos, presentándose en las sesiones de regresiones con la identidad del cascarón y utilizando incluso facultades que el muerto tuvo, para pintar un cuadro, por ejemplo, o para dictar una poesía. Con el tiempo, esos cascarones se van agujereando porque sus átomos son utilizados para la construcción de los nuevos cuerpos de deseos de las almas en camino para la próxima encarnación en el mundo físico.
Si esto sucede con nosotros, no ha de suceder de una forma distinta con la oleada de vida que ha creado nuestro mundo, o sea la de los arcángeles, cuyo jefe supremo es Cristo. Cuando esa oleada de vida se haya retirado del Mundo de los Deseos y pase a residir a la esfera del pensamiento, dejarán en aquel mundo sus cascarones.
En el próximo capítulo hablaré de: La forma de los Arcángeles
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