Las dos naturalezas
En la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro aparecen claramente perfilados dos mundos, dos naturalezas, y vemos que mientras una sufre, la otra viste de púrpura y lino. La que sufre es la heredera del reino; la fastuosa hereda el mundo de destrucción. La interpretación literal de esta parábola ha dado lugar a la idea de que los sufrimientos pueden ser el pasaporte para acceder al reino y de ahí que ciertos «cristianos» busquen el dolor o crean que sufriendo su espiritualidad se pondrá en marcha. Esta interpretación resulta superficial.
En esa historia vemos como un hombre rico deja que otro sufra «acostado en su puerta«, expresión que indica que el uno y el otro forman parte de una sola realidad, que Lázaro y el rico son aspectos de una misma entidad humana. Se nos dice que el pobre muere antes que el rico, o sea, la personalidad espiritual que el hombre rico ha dejado sin cuidados, negándole hasta las migajas que caen de su mesa, acaba desapareciendo totalmente, se extingue. Cuando esto ocurre, la otra personalidad, la material, no tarda en morir porque, como sabemos, la una no puede subsistir sin la otra.
Lo correcto será pues, no infringirnos sufrimientos, no permitir a nuestro yo espiritual que sufra, no tener a Lázaro acostado en el umbral, sino abrirle las puertas de nuestra morada y darle a él los mejores alimentos, vestirlo de púrpura y lino y de esta forma, cuando la vida venga a término, subiremos con Lázaro al seno de Abraham porque habrá desaparecido en nosotros el hombre rico y ya no habrá razón para que este sea pulverizado en el abismo.
Dice la parábola que el hombre rico, desde el infierno, le pide a Abraham que mande a Lázaro, su yo-sublime, a la casa de sus cinco hermanos para avisarlos de lo que sucede, a fin de que modifiquen su comportamiento; a lo que Abraham responde que esto ya figura escrito en la ley de Moisés.
La ley de Moisés es el código que rige en la columna de la izquierda y que se inscribe paulatinamente en la conciencia de cada persona. Cuando ese libro de Moisés ha sido enteramente consignado en la conciencia individual, entonces la pérfida Salomé, nuestra alma humana, se despoja de los siete velos de materia que la cubrían y pide la cabeza de Juan. Así esa columna de la izquierda es descorchada, como una botella de champán y Cristo inicia su enseñanza, o sea, la naturaleza espiritual comienza su actuación positiva en nosotros.
Si este proceso no ha llegado a su apoteosis final, si Salomé no se ha puesto a danzar en nosotros, o sea, si el código de Moisés no ha terminado de escribirse en nuestras conciencias, es inútil que se nos aparezcan los muertos para profetizamos lo que ocurre en el más allá, porque no nos lo vamos a creer. Solo creemos lo que llevamos grabado en el libro de la conciencia.
Así pues, Moisés conduce a Juan y este ha de perder su cabeza para que Cristo pueda aparecer en nosotros.
El camino que va de Moisés a Juan es el de las realidades materiales, el que conduce a las riquezas mundanas, al florecimiento de lo exterior. Es esa torre de marfil de que hablan los poetas, en la que el alma vive separada del mundo exterior, buscando una felicidad íntima, no compartida. En ese mundo de clausura, Moisés va escribiendo su libro hasta su última página, hasta ese último y fascinante capítulo en que Salomé baila y se despoja de todo cuanto lleva encima para mostrarnos su belleza desnuda.
La ley y los profetas han subsistido hasta Juan, dice Jesús y, en efecto, mientras ascendemos a lo largo de esa mítica columna de la izquierda, el tiempo es una dimensión viva y el profeta puede anunciar el porvenir, o sea los misterios del camino que nos queda por recorrer.
Pero cuando Moisés ha terminado de escribir su código, el ser humano se encuentra más allá del tiempo, y ya no siente preocupación por lo que le sucederá. Ya no siente la necesidad de que lo amen, porque el amor es una fuerza que emana de su propia naturaleza y que va en dirección contraria, o sea hacia el exterior. Nada de cuanto le ocurre puede afectar su naturaleza interna y, por lo tanto, el acontecer, el transcurso de las cosas no alterará su humor; habrá vencido el tiempo.
Cuando toda la ley ha sido escrita en nuestra conciencia, nos convertimos en depositarios de la ley, somos nosotros mismos ley y nuestra libertad consistirá en exteriorizaría y en esa exteriorización encontraremos plenitud y felicidad. La ley prescribe cuando somos ley, pero mientras Moisés no haya terminado de escribirla en nosotros, deberemos someternos a sus mandatos con todos sus puntos y sus comas.
Cuando hacemos todo lo que debemos hacer, cuando hemos apacentado los rebaños de nuestro amo y le hemos servido en la mesa, nos convertimos en esos servidores inútiles de que habla Lucas (XVII, 7-10). Inútiles porque, habiendo cumplido con nuestros deberes y cosechado todas las experiencias que ese cumplimiento podía reportamos, ya no será necesario que sigamos supeditados a un superior. Nos habremos convertido nosotros mismos en dueños y señores.
Esto sucede individualmente a cada uno, según nuestra velocidad de crucero y no de una forma colectiva.
En el próximo capítulo hablaré de: Cuando vendrá el reino de Dios
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