La resurrección
«Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere«, prosigue Jesús. (Juan V, 21).
Se oculta en este punto de la enseñanza uno de los misterios de la organización cósmica. En el curso de este relato hemos visto que el atributo del Padre se llama voluntad y que esta es una fuerza que lo mueve y lo transmuta todo. Hemos descubierto también que existe en cada uno de nosotros un andamiaje espiritual que se levanta paralelamente, pieza por pieza, a medida que construimos nuestro edificio humano. O sea, para edificar nuestra vida material, utilizamos esa fuerza llamada Caín o sus descendientes, la del mundo de la forma. Pero, de forma simultánea, al utilizar los distintos rostros de Caín, entran en funciones los rostros correspondientes de la dinastía de Seth, que representan a Abel, el hermano muerto. Estos rostros actúan de forma pasiva, como la red protectora para el trapecista, que solo sirve en caso de caída. Mientras Caín actúa (nuestra parte experimental), la espiritualidad es una fuerza en estado letárgico, como muerta, pero siempre pronta a resucitar si la voluntad del Padre o el amor del Hijo se ponen en movimiento.
Cuando Jesús dice que el Padre resucita a los muertos, debemos entender que cuando nuestra conciencia se abre a la voz del Padre, cuando escuchamos la Palabra del Hijo, resucita en nosotros Abel y el mundo de Caín se desploma, dejando sus puestos a los constructores del linaje de Seth. Dicho de otro modo, dejamos atrás los valores de la columna de la izquierda para trabajar los de la derecha.
Esos «muertos» que llevamos dentro, pueden resucitar en todo momento, cualquiera que sea el estado de degradación en que se encuentre nuestro edificio humano, y es acercándonos al Hijo, a la fuente del amor, como esa resurrección se producirá. Así vemos como personas que habían tocado fondo, de pronto abrazan la luz.
«El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. En verdad, en verdad os digo, que quien escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, porque pasó de la muerte a la vida». (Juan V, 22-24).
Ya en otros puntos de su enseñanza, Jesús dijo que no había venido para juzgar al mundo. El juzgar es una prerrogativa de Jehovah, el rostro divino que preside los trabajos en la columna de la izquierda. Este juicio es necesario porque en esa columna, como hemos dicho tantas veces, la espiritualidad –Abel-Seth- se encuentra prisionera de Caín, el cual la utiliza para sus construcciones. Caín busca la utilidad, el placer, las satisfacciones sentimentales, y por ello es necesario que al final de su vida, la divinidad juzgue lo que ha hecho de positivo y lo que ha hecho de negativo a fin de que esto último sea destruido por el fuego eterno.
Pero cuando el ser humano se escinde voluntariamente de su dependencia de Caín y escucha la palabra del Hijo, pasando a trabajar en la columna de la derecha, entonces todo el mal que pudiere haber en él queda cancelado, sus deudas kármicas prescriben y ya no tendrá que pagar por los errores que pudiere haber cometido en la presente vida o en las anteriores. Ha entrado en los dominios del bien y ya no será juzgado, porque a partir de entonces no le será posible cometer errores y, por lo tanto, no habrá necesidad de enmendarlos.
«Quien escuche mi palabra y crea en mí, tiene la vida eterna«, dice Jesús en este punto. Y, en efecto, si en la columna de la izquierda se trabaja en lo temporal, bajo las directrices de Caín y sus descendientes, en la columna de la derecha, donde actúa Cristo, transcurre la vida eterna, y cuando la persona empieza a trabajar en estos dominios, pasa de la muerte a la vida. Significa esto que ya no pierde la conciencia de su identidad cuando su cuerpo físico muere.
La vida siempre es eterna, el ser humano no muere jamás, pero en nuestro estado evolutivo actual, cuando aún existe una pared material que nos separa de la auténtica vida y mientras nuestra conciencia se identifique con esa pared moriremos una y otra vez, es decir, perderemos periódicamente la conciencia de nuestra identidad.
Esto no sucederá a partir del momento en que nuestra conciencia actúe al unísono con la Palabra de Cristo. Entonces, al morir el cuerpo físico, conservaremos la conciencia de nosotros mismos y actuaremos en nuestro Cuerpo de Deseos de una manera totalmente lúcida y consciente, y lo mismo sucederá cuando el Cuerpo de Deseos muera y pasemos a vivir en el Cuerpo del Pensamiento. Luego, cuando el Ego Superior nos devuelva al mundo físico a por nuevas experiencias, sabremos perfectamente quiénes hemos sido y cuál es nuestra actual misión. Habremos conquistado con pleno derecho la eternidad.
El que no honra al Hijo no honra al Padre, nos dice aún Jesús en este punto, y con ello quiere significar que para poder disponer libremente de ese poder de voluntad capaz de transformarlo todo, encerrado en el centro llamado Padre, es preciso honrar los valores que el Hijo representa y que, como sabemos, se llaman amor-sabiduría, entendiendo esta como comprensión, como misericordia, como la capacidad de aceptar las debilidades ajenas y propias con amor.
O sea, el dominio sobre la voluntad solo puede obtenerse totalmente cuando el amor cubre con su manto la superficie de nuestra vida. Cuando en nosotros no queda espacio para el odio, el rencor, las bajas pasiones, las maldades. Cuando somos una perfecta máquina de amar, sin esperar a cambio oscuras compensaciones. Cuando lo que mueve nuestros resortes es el afán de servicio desinteresado, no para obtener poder, gloria o consideración. Entonces la voluntad del Padre se pone a nuestra disposición y los muertos, ese Abel y sus distintos rostros, resucitan en nuestra vida y levantan nuestro edificio humano según las reglas del real arte. A partir de este momento formamos parte integrante de la divinidad, somos instrumentos al servicio de las fuerzas unitarias del universo, ejecutores conscientes del pensamiento divino, arrancados para siempre de los poderes del mal.
Diremos pues que el ser humano que actúa torcidamente dispone de poca Voluntad para realizar sus bajas tareas. La Voluntad de mal, la fuerza que utilizamos para dar cima a nuestras bajas pasiones, necesita un constante esfuerzo interno que agota nuestros recursos psíquicos y produce un inmenso cansancio. En cambio, cuando el amor nos abre el acceso a la voluntad que viene del Padre, todo lo ejecutamos fácilmente y sin fatiga, porque no estamos utilizando recursos generados por nosotros mismos y que se agotan, sino una fuente de energía cósmica que va fluyendo hacia nosotros a medida que la gastamos.
En el próximo capítulo hablaré de: oír la voz
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