La multiplicación de los panes y los peces
“Cuando Jesús tuvo noticia de la muerte de Juan Bautista hizo que sus discípulos subieran a una barca y se marcharon todos a la otra orilla. Pero mucha gente los vio partir y los reconocieron, siguiéndoles a pie desde todas las ciudades y adelantándolos en su camino, de modo que cuando Jesús y sus apóstoles desembarcaron, una multitud enorme los estaba esperando. Tocado de compasión por ellos, porque eran como un rebaño sin pastor, Jesús les enseñó muchas cosas. Pero como empezaba a ser tarde, sus discípulos se acercaron a él para decirle que los enviara a sus casas, a fin de que pudieran comer. Jesús les respondió: Dadles de comer vosotros mismos, pero los apóstoles solo disponían de 5 panes y dos pescados secos. Jesús dijo que se los trajeran y, elevando los ojos al cielo, dio gracias. Luego, rompiendo los panes y los peces, los dio a sus discípulos para que los distribuyeran entre la multitud. Fueron 5000 los que comieron hasta la saciedad y se llenaron 12 cestos con los pedazos que sobraron». (Mateo XIV, 13-21; Marcos VI, 30-44; Lucas IX, 10-17; Juan VI, 1-13).
¿Cuál es la enseñanza que se oculta en esta secuencia de la crónica sagrada? En primer lugar, notemos que esta anécdota se produjo tras la muerte de Juan que, como hemos visto, representa el máximo instructor del viejo mundo, de ese mundo instaurado por Jehovah a través de Moisés y que Jesús vino a liquidar, a trascender.
El desarrollo del alma humana se efectúa en espiral, pasando alternativamente de la columna de la derecha a la de la izquierda, según el esquema del Árbol Cabalístico. Primero el camino es de descenso hacia las realidades materiales (de Kether a Malkuth) y el alma pasa por etapas que se caracterizan por situaciones anímicas llamadas de fe sin obras y de obras sin fe. Cuando esa etapa de descenso ha sido consumada, comienza la evolución (de Malkuth a Kether), también en camino espiral, y entonces fe y obras se sostienen mutuamente. Es el camino de la iniciación, simbolizado por dos serpientes enroscadas, de las que ya hemos hablado.
En ese camino de ascenso, la conciencia va impregnándose de las realidades que constituyen nuestro universo hasta alcanzar una etapa final en la columna de la izquierda, en la que se ve perfectamente claro que el conocimiento material de las leyes que rigen el mundo es tan solo un fragmento de la ciencia divina. Ese conocimiento es algo perecedero, puesto que ese mundo material desaparecerá un día y con él se irán todas sus leyes y reglamentos. Advendrá entonces otro universo y para entenderlo será preciso haber alcanzado un grado de iluminación, de claridad, que solo puede obtenerse poniendo la conciencia a trabajar en la otra columna, la de la derecha.
Esa última etapa de ascenso por la izquierda, se llama Juan y cuando se vive en ella aparece la idea de que ha de venir otro a instruirnos sobre la ciencia que ha de permitirnos vivir en el otro mundo, ese mundo que en la filosofía esotérica se llama Etérico y que es la antesala del Mundo de Deseos.
La muerte de Juan significa pues que el alma ha abandonado definitivamente esa columna de la izquierda, o sea, que está saturada de conocimientos materiales, que lo ha asimilado todo respecto a leyes y reglamentos y va en busca de la Sabiduría que se obtiene por la vía de la iluminación en la otra columna, la de la derecha, en la cual el instructor es Cristo.
Por ello dice la crónica que cuando Juan muere, la multitud, nuestra multitud de tendencias internas, reconoce a Jesús y lo sigue por tierra, esperando que desembarque en la orilla de nuestra esperanza.
Esa multitud formada por nuestros pueblos internos, está hambrienta y espera allí a que Jesús la alimente. Jesús pide a sus discípulos que lo hagan, pero estos no disponen de reservas, su bagaje espiritual aún es débil y no pueden dar de comer a todo un pueblo hambriento. Solo la fuerza multiplicadora de Cristo puede hacerlo. Es decir, nuestra multitud de tendencias internas no obtendrá nada de los discípulos de Cristo, no obtendrá nada acercándose a los más directos representantes de la espiritualidad, sino de la espiritualidad misma. Será el Maestro activo en ellos el que les dará de comer.
Ese Maestro tan solo espera que la multitud se le acerque para instruirla. Así, si Juan muere en nosotros, si reconocemos a Jesús cuando embarca en el mar de nuestros sentimientos, si lo seguimos y esperamos su vuelta a nuestra tierra, recibiremos ese pan y esos peces míticos que nos permitirán saciar nuestras nuevas apetencias y disponer de tan abundante sabiduría que podremos llenar con lo sobrante los doce cestos correspondientes a los doce escenarios en que se desarrolla nuestra actuación humana (a las doce casas terrestres).
De ahí que se diga, de forma popular, que el Maestro aparece cuando el discípulo está preparado.
El Maestro que ha de instruirnos no es de carne y hueso. Los maestros de carne y hueso no disponen de reservas suficientes para nuestra alimentación, pero ellos pueden conducirnos a los pies del auténtico Maestro, el que se encuentra en nuestros mundos internos y deja oír su voz a la caída de la tarde, cuando los deseos se esfuman y la razón se entroniza en la vida del discípulo que está en el camino de retorno.
Muchos no ven al Maestro, ni son conscientes de que les esté hablando, como sucedía a orillas de ese mar de Tiberiades, en el que Jesús se encontraba situado en lo alto de la montaña, mientras la muchedumbre permanecía sentada en la falda del monte dispuesta por orden de Jesús, en cien filas de cincuenta. Pero aunque no tengan conciencia o la visión del Maestro, su discurso nocturno es interiorizado en sus almas y la sabiduría se va infundiendo en ellos.
Lo cierto es que de noche, mientras el cuerpo físico duerme o descansa en la cama, muchos de los que siguen este tipo de estudios asisten con sus cuerpos de deseos a las conferencias que pronuncian los maestros en ese mundo, en la séptima región, al igual que Jesús lo hizo en el monte de Tiberiades.
En el próximo capítulo hablaré de: la pascua
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