La mujer cananea
«Jesús abandonó las tierras de Genesareth para ir a los territorios de Tiro y de Sidón, donde una mujer cananea le gritó: Ten piedad de mí, Señor, hijo de David. Mi hija se encuentra cruelmente atormentada por el demonio. Jesús no respondió a su demanda y prosiguió su marcha, pero he aquí que la mujer lo siguió detrás, sin parar en sus lamentaciones. Despídela, le recomendaban sus discípulos, pero Jesús les dijo: ¿Acaso no he sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel? Entonces la mujer se prosternó ante él, diciendo: Señor, socórreme y él respondió: No está bien tomar el pan de los niños y echarlo a los perros. Sí, Señor, admitió la mujer, pero los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños. Entonces Jesús le dijo: Mujer, tu fe es grande; que te sea hecho como tú quieras. Y en el momento mismo su hija fue curada». (Mateo XV, 21-38. Marcos VII, 24-30).
Vemos en este episodio cómo la fuerza crística va penetrando en los territorios que se encuentran alrededor de la ciudadela mítica de Jerusalem, sede de nuestro gobierno interno. Ya dijimos, al hablar de la Samaritana, que la mujer es la representante del alma humana que el ser humano va generando en el curso de las encarnaciones. El maestro tropieza así con una nueva alma humana con problemas. Su hija, es decir, su obra, se encontraba endemoniada.
La mujer era cananea, es decir habitante de este territorio asignado al hijo “perverso” de Noé, Cham, el hombre que seguiría las enseñanzas de Caín. Se trataba pues de un alma humana instruida por las huestes luciferianas y cuando, viniendo de Tiro y de Sidón, dos ciudades profanas, le gritó a Jesús, este no le hizo caso y siguió su marcha sin detenerse. Pero cuando la mujer lo siguió detrás y se postró ante él, sí se lo hizo.
Muchos son los «cananeos«, los que avanzan por la columna de la izquierda, adquiriendo conocimientos sobre las leyes del mundo, los que le «gritan» a Cristo cuando pasa por su territorio. Le gritan en sus escritos, en sus enseñanzas, como si ellas condujeran a Cristo, cuando el maestro «pasa» tan solo por ellas. Es decir, esas enseñanzas conducen a Cristo en la medida en que esas almas sigan al Maestro y se postren ante él. La columna de la izquierda solo conduce a la de la derecha si se la abandona por alguno de los pasadizos que se encuentran en el Árbol, de modo que todos los razonamientos de los esoteristas deberán ser abandonados para entrar en el sendero de la gracia, en el que la obra esotérica encontrará su salud.
Jesús le reprocha a esta alma el utilizar el pan sagrado que debe servir de alimento a la nueva personalidad que ha de nacer de la vieja, al «niño«, como alimento de los perros, es decir, de los ángeles caídos o luciferianos que, como sabemos, a través del cerebro dirigen nuestra evolución. Le reprocha, en suma, el estar utilizando las energías creadoras para dar cima a una ciencia desvalorizada, a una espiritualidad de segundo orden, que es la que pueden ofrecernos los luciferianos. Ella le responde que los perros, sus perros interiores, solo comerán las migajas de ese pan, caídas de su mesa. Su respuesta le vale la gracia que solicitaba.
Los luciferianos, cuyas fuerzas hemos estado utilizando para comprender intelectualmente la obra divina, tienen derecho a las migajas que caen de nuestra mesa en que celebramos el banquete del amor divino, porque gracias a esas migajas encontrarán su redención y podrán ascender de nuevo al nivel que perdieron.
Es decir, el alimento espiritual debe ser utilizado para llenar nuestros vacíos internos con las fuerzas que trabajan al servicio de la legalidad cósmica, y no con las que trabajan en la oposición. Las fuerzas llamadas legales son las conocidas con el nombre de ángeles, arcángeles y otras potencias superiores. Las que trabajan en la oposición son las que un día pertenecieron a esas oleadas de vida y que se vieron postergadas porque no pudieron seguir el ritmo evolutivo impuesto por el proceso creativo. Entre los espíritus postergados se encuentran los luciferianos, que son los que han desempeñado un papel más relevante en nuestro desarrollo intelectual. Las fuerzas de esos espíritus llenan normalmente nuestros vacíos internos y es gracias a esas energías por lo que disponemos de impulso para la acción. Ellos son para nosotros como la gasolina para el coche.
Pero el trabajo humano consiste en expulsarlos de nuestros cuerpos para acomodar en ellos a los espíritus que representan la legalidad cósmica. Se trata de cambiar la calidad de la energía que consumimos, o sea, lo que correspondería en un coche a pasar de gasoil a gasolina súper.
Ahora bien, en nuestra estructura orgánica, el depósito de energía no es de una sola pieza, como puede serlo el depósito de gasolina de un coche, sino que está formado de múltiples pequeños depósitos comunicados entre sí. Cada uno de esos depósitos energéticos potencia un determinado impulso. Es como esos coches híbridos que ahora funcionan con electricidad, ahora con gasolina. Si la expulsión de las huestes luciferianas de nuestro organismo se realizara de golpe, nuestro cambio energético sería total y no habría problemas. Pero en la práctica, ese desalojo tiene lugar paulatinamente, de manera que conviven en nuestro organismo fuerzas angélicas y luciferianas. De las primeras recibimos alimentos sublimes, que dan lugar a impulsos sublimes de nuestra parte; es decir, impulsos acordes con las normas de la creación. De los luciferianos recibimos, por el contrario, impulsos perversos, que nos llevan al conocimiento por el camino, a menudo doloroso, de la experiencia material.
Como esos pequeños depósitos energéticos se comunican entre sí, cabe la posibilidad de que el alimento energético que recibimos de las fuerzas angélicas, lo estemos dando a las fuerzas luciferianas. Esto es lo que quería significar Jesús diciendo que no se debía echar el pan destinado a los niños, a los perros. Los «niños» son las nuevas tendencias que florecen en nosotros gracias al alimento angélico, y que deben crecer y hacerse vigorosas, cosa que no harán nunca si ese «pan«, ese alimento, es destinado al consumo de los perros, de las fuerzas degradadas que alimentan nuestras tendencias inferiores. Porque si lo hacemos así, el alimento sagrado fortalecerá las tendencias perversas, puesto que ese alimento lleva consigo el elixir de la vida que se llama fuerza de atracción, que lo une todo y da permanencia y cohesión a todas las cosas.
Ese «pan de los niños«, si es arrojado a los perros, consolidará en nosotros lo que, en un orden natural de cosas, es perecedero y esto se aplica por igual a toda la escala luciferiana activa en nosotros, tanto a las entidades que actúan en la cola de esa serpiente interna, nutriendo los bajos instintos, como en los que actúan en la cabeza, aportándonos el conocimiento del bien y del mal mediante la experiencia.
Es decir, no solo los bajos instintos deben desaparecer en nosotros, sino también los conocimientos fruto de la experiencia, que deben ser integrados a una unidad de conocimiento superior que sirva de clave a la comprensión del universo. Todo esto que debe perecer, se verá consolidado, petrificado, si damos el «pan de los niños» a los perros.
Sin embargo, algo les debemos a los luciferianos, porque gracias a sus energías avanzamos en la comprensión del mundo material; a través de sus servicios hemos podido -o podremos un día- despedirlos, para aprovisionamos de esas energías superiores que nos ofrecen los ángeles. Por ello es justo que les demos las migajas que caen de la mesa de nuestro banquete espiritual.
La idea de lo que debemos hacer quedará más clara si sustituimos la palabra «migajas» por restos. En nuestras comidas ordinarias deberíamos dar a los perros los desperdicios, la carne que no hemos podido arrebatar al hueso, la cabeza y la espina de la sardina, después de haber desmenuzado el alimento, de haberlo triturado en nuestros dientes y enviado al estómago para su distribución a todo el organismo. Es entonces y solo entonces cuando nuestros perros domésticos deberían comer.
De igual modo debemos proceder en lo espiritual. Las energías sublimes que recibimos de los ángeles deben ser consumidas, dar lugar a acciones sublimes, portadoras de iluminación. Luego, con la sabiduría adquirida, que constituye los restos de esos impulsos, lo que nos queda de ellos después de haberlos utilizado, hay que dar de comer a los luciferianos. ¿En qué ha de consistir concretamente esa comida?
Alimentar a los ángeles caídos con las sobras de nuestro banquete espiritual significa darles a ellos la luz que nosotros vamos adquiriendo. Los luciferianos forman parte de un grupo muy sacrificado. Obligados a realizar ahora lo que antes no quisieron hacer, es decir, llevar a los seres humanos la comprensión de la obra divina y encargarse de esponjar los errores que, siguiendo sus instrucciones, podamos cometer, nadie les agradece su actuación y todo el mundo los trata como enemigos.
Pero cuando la comprensión ha arraigado en nosotros, el sentimiento hacia los luciferianos debe cambiar. Debemos ser capaces de sentir agradecimiento hacia esos instructores que han acelerado nuestro proceso evolutivo, gracias a unas enseñanzas que hubiésemos tardado milenios en comprender si la creación hubiese seguido su curso, desarrollándose la vida armoniosamente, sin violencias.
Entonces, nuestro odio hacia ellos, el desprecio, el rencor, debe transformarse en amor y la maldición en plegaria. Debemos rogar al Padre eterno del universo que los reintegre a su dignidad perdida, pidiendo a los ángeles que los acepten en su seno para que se desvanezca lo más pronto posible ese reino de las sombras, que es una creación circunstancial; es ese polvo que queda inevitablemente sobre el terreno en que se levanta una obra.
Cuando los luciferianos ya no sean necesarios al ser humano, podrán reintegrarse a su oleada de vida. No todos lo harán porque muchos de ellos, identificados con su actuación perversa, se quedarán en el mundo de las sombras y su alma perecerá con ellos. Nosotros podemos ser factores importantes en su reinserción al mundo angélico, si les damos las migajas de nuestros alimentos sublimes. Por ello, cuando Jesús oyó que la mujer le decía que solo las migajas serían destinadas a los perros, exclamó: «¡Qué te sea hecho como tú quieres!», y aquella alma se vio libre de los elementos tenebrosos que la atormentaban.
En el próximo capítulo hablaré de: el bien se esparce
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