La inmortalidad
«Yo soy el pan de vida, les repitió; vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Yo soy el pan vivo bajado del cielo para que quien lo coma, no muera. El pan que yo os daré es mi carne, que es la vida del mundo”. (Juan VI, 41 y 51).
En efecto, la «carne» de Cristo son las energías creadoras que permiten a todas las cosas subsistir; esas energías que Hochmah sustrae del Padre y que se expanden por toda la columna de la derecha de el Árbol de la Vida.
Cuando habla de morir, Jesús se refiere a la pérdida de la consciencia de las vidas anteriores. Cuando uno se alimenta de la columna de la derecha, ya no pierde esa consciencia.
«En verdad, en verdad os digo, que si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, él está en mí y yo estoy en él». (Juan VI, 53-56.)
Los judíos eran demasiado expertos en la interpretación de la letra de las escrituras para no discernir que no se trataba de comer la carne física y beber la sangre física, sino la esencia que daba vida y corporeidad al hijo del hombre, o sea la esencia de nuestra obra humana cuando ha alcanzado la fase del «último día», esa fase llamada Juan, tras la cual viene la reinversión de todos los valores y la entrada en el reino de Cristo.
Debemos alimentarnos de nuestras obras sublimes, de las que emanan de nuestro Ego Superior, de nuestro espíritu. Ese alimento fortalecerá lo que hay de eterno en nosotros y habremos conquistado la inmortalidad.
Los judíos, oyendo esas palabras, decían entre sí: ¿cómo puede este darnos a comer su carne? Y entre sus propios discípulos surgió la incomprensión y muchos lo abandonaron». (Juan VI, 61 y 66).
En este capítulo vemos a Jesús fracasar en su propósito. Los que le siguen al monte Tiberiades quieren proclamarlo rey para que les asegure el milagro permanente que resolverá sus vidas. Pedro se hunde en las aguas y tiene que salvarlo. En la sinagoga lo rechazan y algunos discípulos lo abandonan.
Esta es la dinámica de Vav, que constituye, en el camino evolutivo, uno de los más grandes escollos, y mientras unos superan la manifestación de esa fuerza y se encaminan con paso firme hacia la luz, otros vuelven a las sombras de las que parecían haber salido.
Así, muchos de los seguidores de Cristo no superarán jamás esta fase Vav, mediante la cual algo determinado es introducido en la estructura de nuestros sentimientos, los cuales admiten o rechazan aquello. Para muchos, el cristianismo no será más que un vago propósito espiritual sin demasiada fuerza para cambiar nada en sus vidas, rodeado de un conjunto de fiestas folclóricas que se repiten todos los años y en las que se bebe y se come carne profana y la sangre de la uva fermentada, no el sagrado alimento ofrecido por Cristo.
Otros pasarán la prueba y cuando la voz del Maestro resuene en sus naturalezas internas, diciéndoles «Y vosotros, ¿queréis vosotros iros también?», Responderán, como Pedro: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo Dios». (Juan VI, 67-69).
El aspecto positivo de este capítulo, es que los doce vieron y supieron. Vieron el Maestro andar sobre las aguas y sus dudas acerca de su naturaleza divina se disiparon definitivamente.
Al final de esa decepcionante jornada, Jesús habló por primera vez a sus discípulos de su dramático final. «Es preciso que el hijo del hombre padezca mucho, les dijo, y que sea rechazado por los ancianos, por los príncipes, los sacerdotes, los escribas, y que muera y resucite al tercer día». (Lucas IX, 22).
Quizá el final de su vida pudo haber sido otro, si la gente hubiese acogido sus enseñanzas en sus sentimientos; si el hijo del hombre hubiese nacido en ellos y hubiesen bebido su sangre sin necesidad de llegar a la escenificación física de la tragedia.
De igual modo, si Adam, el hombre primigenio, no hubiese caído bajo la seducción de los luciferianos, el destino de la humanidad pudiera haber sido distinto. En nuestra existencia cotidiana, hay cosas que comprendemos internamente, sin necesidad de que se conviertan en sucesos, y otras que deben vestirse con los ropajes de los acontecimientos para que podamos asimilar su contenido espiritual.
Hasta entonces, Jesús pudo abrigar la esperanza de que su vida no acabaría en tragedia. Pero al verse rechazado por sus propios discípulos en la sinagoga de Cafarnaum, entrevió ya que no le quedaba más remedio que llegar hasta su sacrificio físico y derramar su sangre sobre la humanidad para que esta llegara a comprender el sentido de sus enseñanzas.
En el próximo capítulo hablaré de: lo que contamina
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