La higuera
“Por aquel tiempo vinieron algunos y contaron a Jesús lo que había sucedido a unos galileos, cuya sangre mezcló Pilatos con la de los sacrificios que ellos ofrecían, y respondiéndoles, dijo: ¿Pensáis que aquellos galileos eran más pecadores que los otros por haber padecido todo esto? Yo os digo que no y que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis. Como aquellos dieciocho hombres sobre los que cayó la torre de Sibé y los mató, ¿creéis que eran los más culpables de todos los moradores de Jerusalem? Os digo que no y que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis. Y dijo esta parábola: un hombre tenía plantada una higuera en su viña y vino en busca del fruto y no lo halló. Dijo entonces al viñador: van ya tres años que vengo en busca del fruto de esta higuera y no lo hallo. Córtala pues. ¿Por qué ha de ocupar la tierra en balde? Pero él respondió: Señor, déjala aún por este año y cavaré alrededor de ella y la abonaré, a ver sí dará fruto: cuando no, entonces la harás cortar«. (Lucas XIII, 1-9).
Nos dice aquí Jesús que quienes mueren en una catástrofe o son inmolados por un tirano no son más culpables que aquellos de sus contemporáneos que han conseguido salvarse de ese mal. Y es que la masa de los seres humanos, encarnados en una determinada época, no son tan distintos entre sí como para que puedan sucederles acontecimientos de naturaleza muy diferente.
En cada época existen grandes individualidades que escapan a toda asimilación con los demás, que viven fuera de las reglas comunes y, al mismo tiempo, existe un grupo de retardados que también vive a su aire. Pero, con esas excepciones, existe entre los de una misma generación un amplio denominador común y son muy compartidos tanto los vicios como las virtudes.
Por ello Jesús manifiesta algo que la sabiduría popular recogería en un refrán que dice: «Cuando las barbas de tu vecino veas recortar, pon las tuyas a remojar.» O sea, si el tirano en funciones manda degollar a unos opositores o si un monumento nacional se desploma y mata a dieciocho, preguntémonos inmediatamente qué es lo que podría producir en nosotros un mal de este tipo, ya que quizá el que nosotros seamos las víctimas no sea más que una cuestión de tiempo, de poco tiempo.
Actualmente, en nuestra sociedad, todo es mucho más compartido que en la época del Jesús histórico. Nos emocionamos todos al unísono viendo los telefilms, consumimos las mismas revistas y placeres, iguales inquietudes son compartidas por millones de ciudadanos. Todo ello no puede dar resultados finales muy distintos.
Para evitar que seamos víctimas de la catástrofe padecida por nuestro vecino, Jesús nos recomienda la penitencia. En la práctica social, la penitencia consiste en infringiese una pena, cargar con una cruz en una procesión, por ejemplo y, en lo privado, el penitente confiesa ritualmente sus pecados y se le impone el rezo de unas plegarias. Pero esos son actos externos y sabemos ya que nada tiene validez en el exterior, si esto que aparece en la vida real no ha sido generado por nuestra naturaleza interna, si no es un fruto elaborado por el árbol de nuestra vida.
La penitencia solo puede consistir en una reconsideración profunda de nosotros mismos que dé como resultado un cambio de ocupante en nuestros vacíos internos. Es decir, debemos desalojar de nuestros cuerpos las fuerzas que nos propulsan hacia la catástrofe y ofrecer nuestros espacios internos a entidades espirituales de naturaleza más elevada. Entonces será cuando el arrepentimiento, la penitencia, se manifiesta positivamente, desvinculándonos de la tendencia que nos regía anteriormente.
No resulta difícil saber la inclinación que llevamos. Para ello no tenemos más que observar cuáles son las cosas que suscitan nuestro interés. Hay personas que se complacen en adquirir los periódicos especializados en el relato de crímenes y de catástrofes: es evidente que una fuerza interna los lleva a interesarse por lo tenebroso y esas tinieblas se irán radicalizando, de acuerdo con el proceso material que conduce todo lo interno a su manifestación material, y un día ellos serán los protagonistas de aquello que leen con tanto afán; ellos constituirán la noticia.
La curiosidad por lo criminal revela que dentro de nosotros están actuando los Luciferianos que administran las fuerzas destructivas y un día ya no se contentarán con actuar pasivamente y nos inducirán a ser nosotros el que destruye para después ser el destruido. Por consiguiente, si somos lectores de esa clase de prensa, debemos rápidamente cambiar de periódico.
Para explicar los procesos cósmicos que conducen a la destrucción, Jesús utilizó la parábola de la higuera estéril. Ese árbol que no da frutos es la imagen de cada uno de nosotros y el dueño que va a recogerlos es nuestro Ego Superior.
A cada encarnación el Ego planta en el mundo sus vehículos mortales para que produzcan un fruto con el cual pueda alimentarse. Una vez lo que el Ego nos pide son higos, otra vez harina, o cardos, o azucenas. Tal vez quiera experimentar el sabor dulce amargo de los pomelos agrestes o simplemente embriagarse con el perfume de una flor.
Pero si pasan los años y el fruto esperado no viene, si el Ego Superior acude en vano a su viña y se encuentra con que el árbol que ha plantado tiene mucho follaje, pero no hay en él nada de substancial, lo lógico es que mande arrancarlo para proceder a una nueva plantación.
Nos dice la parábola que la higuera se encontraba en su tercer año y que el viñador le pidió al Señor de la tierra un plazo de un año más. Sabemos que el cuarto año es el de los frutos, el de la cuarta letra del nombre divino Yod-He-Vav-He. Pero ya en el tercer año deben aparecer las primicias, los signos reveladores de una abundante cosecha.
En la parábola aparece la figura del viñador, que se propone cavar y abonar la higuera para ver si da fruto. Ese viñador es el representante de los ángeles del destino, los cuales, como ya hemos dicho algunas veces, construyen las circunstancias en las que debemos movernos, si son requeridos por el Ego Superior, es decir, por nuestra divinidad interna, o si la situación particular que vivimos lo exige. Este viñador remueve nuestra tierra humana, o sea, produce en nosotros la sacudida que ha de permitirnos tomar conciencia de nuestra esterilidad, y nos pone el abono, es decir, el incitante externo susceptible de inducirnos a elaborar lo que el Ego Superior nos pide. Se trata de un servicio de asistencia extraordinario para evitar nuestra destrucción, ya que en circunstancias normales, las anécdotas que vivimos son generadas por el libre juego de nuestra propia dinámica interna.
Si llegamos al cuarto año sin dar fruto, entonces esa higuera que nos representa en la parábola, es cortada. ¿Qué debemos entender con ello? Ya hemos visto, al estudiar el Mundo del Pensamiento, que existe una región llamada de los arquetipos, en la que se encuentra el arquetipo de vida de todos nuestros cuerpos. De esos arquetipos se desprende la energía que alimenta nuestra forma física, emotiva y mental. Cuando esa energía se ha agotado, se produce lo que llamamos muerte.
Si sus vehículos materiales no dan al Ego Superior el fruto esperado, el señor de la viña corta esa fuente de aprovisionamiento y nuestra personalidad mortal se queda de pronto sin combustible. Entonces se retiran de nuestros vacíos internos las entidades espirituales que trabajan en la legalidad y quedamos a la merced de las que trabajan en el mundo de perdición, en el que las formas son trituradas por la fuerza de repulsión. Son esas entidades luciferianas las que deciden entonces si terminaremos aplastados por una torre que se desploma, o si nuestro vehículo chocará contra un árbol en la carretera, o si un tirano nos inmolará. Esos luciferianos son los encargados de reunir en el avión que va a estrellarse a las higueras estériles que el Señor de la viña mandó cortar.
Quizá alguna de esas higueras hayan dado abundantes frutos sociales y sean incluso grandes triunfadores en sus especialidades. Se trata en este caso de olmos que dan peras; es decir, dan un fruto que el Ego Superior no les había pedido porque su granero está lleno de triunfos sociales o de yates de lujo y lo que pretendía obtener, tal vez, fueran los frutos amargos de la derrota.
Por ello es primordial que nos preguntemos ¿Qué espera el Ego Superior de nosotros? ¿Cuál es el programa en el que nos ha puesto a trabajar? ¿Qué clase de frutos tenemos que dar? La meditación en las dos primeras horas de luz solar ha de traernos respuestas. El estudio de nuestra carta astral, también.
En el próximo capítulo hablaré de: Jerusalem
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