La gloria de Dios
«Mi gloria no me viene de los hombres. Pero sé que no hay en vosotros amor de Dios. He venido en nombre del Padre y vosotros, no me recibís; en cambio, si otro viene en su propio nombre, lo recibiréis. ¿Cómo podéis creer, vosotros que os dais mutuamente gloria y que no buscáis la gloria que viene de Dios?«. (Juan V, 41-44).
Jesús les dice en este punto a sus adversarios que deben escuchar más lo que viene de arriba y dar menos importancia a lo que viene de los hombres. En la sociedad profana se sigue dando mucha relevancia al testimonio de la persona basado en lo que han dicho otras, y así podemos ver en nuestros libros de filosofía una cantidad enorme de citas de otros pensadores, los cuales, a su vez, citan a otros en apoyo de sus argumentaciones. Una enseñanza sin citas es considerada como poco seria, y si esto sucede, siempre acaba preguntándose al conferenciante o al escritor, ¿y esto de dónde viene? Que no se le ocurra responder que lo ha obtenido por revelación directa o que es fruto de la actividad de su Ego Superior, porque no será escuchado.
En cambio si da fuentes literarias entonces se le glorifica y el prestigio y el renombre es transmitido de unos a otros y mutuamente alimentado.
Sin embargo Cristo no da referencias. Sus palabras vienen del Padre y no las recibimos. A pesar de ello, Cristo sigue hablando por boca de aquellos que lo llevan en su conciencia. Sigue hablando hoy y lo hará en años y épocas venideras, sin dar referencias literarias, sin decir que esto lo dijo Platón y lo otro Descartes o el pensador Fulano. No es que esa literatura referencial carezca de utilidad y no sea aleccionadora, pero siempre tendrá un valor más elevado lo que provenga de una revelación o de una inspiración, que el producto de una reflexión sobre un tema ya concretado. Las formas concretas, aun siendo literarias o filosóficas, van perdiendo vida a partir del momento en que son fijadas, mientras que en el discurso del Padre, la eterna verdad va edificando conceptos cada vez más elevados.
No os limitéis pues a buscar en las filosofías y místicos del pasado las verdades transcendentales; buscadlas también en los que rinden testimonio del Padre en el día de hoy.
«No penséis que yo vaya a acusaros ante el Padre; el que os acusa es Moisés, en el que habéis depositado vuestra esperanza. Ya que si creyerais a Moisés, me creeríais también a mí, puesto que él ha escrito sobre mí. Pero si no creéis sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?» (Juan V, 45-47).
Dice así Jesús que no habrá ninguna penalización por el hecho de no escuchar la palabra de Cristo. Nadie recibe castigo por no evolucionar a una determinada velocidad. Cada alma tiene su propio ritmo y nuestro yo espiritual, nuestro Ego Superior, representante del Padre en nuestros asuntos personales, no castiga a sus propios vehículos físicos por no haber comprendido más eficazmente lo que debían comprender, a fin de pasar a ese Reino en el que todos los poderes del cielo estarán a la disposición del ser humano.
El que acusa y penaliza es Moisés, es decir, el instructor de la columna de la izquierda, ya que si nos negamos a comprender las lecciones que nos están dando, nos vemos sometidos a condiciones cada vez más duras, en circunstancias cada vez más difíciles, no adrede, como castigo por nuestra actitud, sino por las circunstancias, que son el resultado natural de nuestra ignorancia y de la transgresión a normas que no hemos querido aprender.
Ya hemos visto cómo Moisés, en sus textos, describió perfectamente el cambio que un día u otro ha de producirse en el ser humano, que pasa, del universo de Caín al de Seth-Noé. Es evidente que el que no ha comprendido espiritualmente la mecánica de este cambio, no puede oír siquiera la palabra de Cristo, porque para que nazca en nuestra naturaleza el ser Nuevo es preciso que ese ser sea primero un afán espiritual, que se instale después en nuestros sentimientos y en nuestra razón para nacer luego en nuestra conciencia.
Llegamos así al final de un capítulo particularmente denso, en el que Jesús empieza acercándose al paralítico que esperaba la subida del agua y termina indicando cómo deben los seres humanos acercarse al Padre y poder escuchar su voz. Se habla de resurrección de los muertos, de juicios del Hijo del Hombre, de testimonio, en suma de grandes trabajos humanos.
El evangelista describe así la actividad de Cristo a través de la letra He, que si por un lado constituye la raíz de los poderes del Agua, o sea de los sentimientos, la representante de la fe, por su vinculación al signo de Cáncer, por otro lado es una fuerza al servicio de Gueburah, el centro que preside la ejecución de los grandes trabajos, especializado en la rectificación de los diseños torcidos o defectuosos. Cristo, con el He, restablece, repara, resucita, trabaja constantemente, hasta en sábado, para llevar al alma la visión de ese otro mundo en el que el ser humano será un ciudadano responsable y creador.
En el próximo capítulo hablaré de: la multiplicación de los panes y los peces
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