La fiesta de la Dedicación
Se celebraba en Jerusalem la fiesta de la Dedicación. Era en invierno, prosigue el cronista. (Juan X, 22).
Aquí se nos precisa el momento cíclico anual en que ese trabajo tiene lugar. Los estudiantes de astrología ya saben que el Yod es una fuerza emanada de Acuario, signo que es atravesado por el Sol, entre el 21 de enero y el 19 de febrero, es decir, en invierno. Es en ese período del año cuando el trabajo de unificación debe ser realizado.
La fiesta de la Dedicación consistía en ofrecimientos que todas las tribus de Israel hacían al Eterno. Refieren las escrituras que cuando Moisés instituyó el tabernáculo, cada tribu le ofreció ricos presentes. O sea, que la hora Yod es aquella en que debemos desprendernos de los tesoros personales y, pobres en lo particular, estamos en condiciones de avanzar hacia los pastos comunes a que nos conduce el dueño del rebaño.
“Jesús se paseaba por el templo, bajo el pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le dijeron ¿Hasta cuándo has de traer suspensa nuestra alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. Jesús les respondió: os lo estoy diciendo y no os lo creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre rinden testimonio de mí. Mas vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas reconocen mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy la vida eterna; y no se perderán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Pues lo que mi padre me ha dado, todo lo sobrepuja, y nadie puede arrebatarlo de mano de mi Padre o de la mía. Mi Padre y yo somos una misma cosa”. (Juan X, 23-30).
Nos dice la crónica sagrada en este punto que Jesús se encontraba bajo el pórtico de Salomón cuando los judíos que dudaban le rodearon. Se encontraba en el mítico templo que Salomón empezara a edificar con la ayuda del arquitecto Hiram y que fue destruido y reconstruido tantas veces. En esa puerta del templo, Jesús proclama una vez más la unidad de todo el universo.
El templo fue construido para servir de morada a Jehovah, el Dios de las leyes. Cada vez que la ley es violada, ese templo sufre destrucciones parciales, y si nos situamos totalmente fuera de la ley aparece en nosotros ese rey llamado Nabucodonosor que destruye totalmente el templo.
En las crónicas bíblicas se encuentra consignada esta historia interna en la que figuran nuestras victorias y derrotas; los momentos gloriosos, en los que el libro de la ley es reencontrado, y nuestros días de violación y de quebranto.
Pero finalmente, cuando la estabilidad de ese Templo se encuentra definitivamente afianzada, ha de producirse un cambio de ocupante: Jehovah debe retirarse y ceder su trono a Cristo.
Este cambio de potencia rectora se produce cuando Cristo, después de haberse «paseado» por nuestros vehículos internos, impregnándolos de su esencia, desciende a las profundidades de Malkuth, donde el pensamiento divino se conecta con el pensamiento humano, promoviendo el cambio.
Cuando esto se produce, los judíos, nuestros judíos internos, los particularismos, las reglas cristalizadas, convertidas en realidades materiales inamovibles, rodean al nuevo ocupante para que se defina como enviado del antiguo Señor, tal como los profetas anunciaban, puesto que los profetas del Antiguo Israel, no era el enviado del Padre que anunciaban, sino el enviado de Jehovah, o por lo menos así lo interpretaban los judíos, esos que llevamos dentro y que, si conocen perfectamente las leyes de Binah, poco saben, o nada, de los misterios de Hochmah. Por ello, cuando Isaías anuncia el nacimiento de un niño, en el que reposará el espíritu de sabiduría (Hochmah) y de inteligencia (Binah) (Isaías XI, 2), los judíos piensan que se trata de esa fuerza mágica que ha de establecer en ellos poderes y prerrogativas para subyugar a los demás.
Estos judíos que llevamos dentro, cuando el pensamiento divino se entronca con el hombre profano que somos, creen que ha llegado la hora del triunfo de la inteligencia, del sentido práctico, la hora de gozar ampliamente de ese reino material en el que nos encontramos instalados.
Por ello su confusión es grande cuando ven aparecer al pastor del rebaño y que, en lugar de condecorar a las ovejas, sacarles brillo a sus rizos, lo que hace es abrirles la puerta del corral y conducirlos a la tierra de los abundantes pastos, liberándolas del establo, de su prisión material y de los particularismos propios de su encierro. El comportamiento inesperado del nuevo señor del templo los lleva a interrogarlo. ¿Es este realmente el esperado?
La respuesta de Jesús no les aclara nada a esos judíos que se interrogan. Ellos han sido los constructores del templo, bajo la batuta de Hiram; han llorado al maestro asesinado, lo han resucitado y proseguido su obra. Si han sido aplicados en sus tareas, habrán proyectado su arte al exterior edificando una sociedad que marcha según las reglas.
Cuando se ha desplegado toda esa paciente labor, es natural que se espere una recompensa, y en cambio, lo que aparece en nuestra alma al final de este camino, es la voz del pastor que nos induce a abandonar los corrales en que se desarrolla nuestra vida material para ir a la tierra de los pastos.
Ese es un drama muy real que viven todos los que han formado su inteligencia en las escuelas iniciáticas y han aprendido el arte real de edificar el templo. Llegan a un punto de su itinerario humano en que la inteligencia perfecta da luz a la sabiduría. Y resulta que esa sabiduría no consiste en tener una inteligencia más perfecta aún, sino que induce al abandono de todo lo aprendido; de todos los valores que se han estado venerando, para acceder a un mundo sin reglas, sin leyes, y vivir en la plenitud de la libertad. Cuando esto sucede, el desconcierto es grande.
En un punto anterior citábamos el ejemplo del avión supersónico que, para no caerse, a cierta altura y a cierta velocidad, debe invertir los mandos. Podríamos corroborar lo dicho en este punto con lo sucedido con la pintura. En efecto, después de haber alcanzado los artistas pintores la suma perfección en su arte, el siguiente paso no ha consistido en reproducir una realidad material aún más perfecta, sino romper con todas las reglas estéticas para dar vida a un arte abstracto, que niega las formas o las desconsidera.
En el próximo capítulo hablaré de: la lapidación
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