Jesús y el asno
“Jesús encontró un asno y sentóse encima de él, tal como estaba escrito: no temas, hija de Sion, he aquí que tu rey llega, sentado en un borrico. Sus discípulos no comprendieron. Pero cuando Jesús fue glorificado, se acordaron que fueron escritas antes que él y que las había realizado a sus expensas”. (Juan XII, 14-16).
El asno es el símbolo vivo del servicio, de ese que prestamos desinteresadamente, porque es nuestro deber hacerlo, no vincula a los demás, no les obliga a devolvérnoslo.
Todos debemos a Cristo su sacrificio voluntario, pero él no vino a buscar nuestro agradecimiento, ni los beneficios espirituales que de todas formas ha de recibir por su actuación. Por ello al llegar la hora de su manifestación física, en el Lamed, eligió un asno como soporte material.
En la vida social vemos a menudo como el portador de un mensaje espiritual va montado en un soberbio alazán, es decir, es objeto de reportajes, entrevistas, aparece en la televisión y su cartel aparece en las vallas publicitarias. Esos son los «mensajeros» que utilizan caballos y no asnos para montar. El caballo es el símbolo de la exaltación vanidosa; es un animal criado para el triunfo, para la competición, para alcanzar trofeos y suscitar admiración.
Los profetas habían anunciado que el rey de Israel llegaría montado en un borrico y así es como llega a nuestras conciencias el Cristo interno.
“Todos los que estaban con Jesús cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de los muertos, le rendían testimonio y la muchedumbre vino ante él, porque había sabido que hizo ese milagro. Los fariseos se dijeron pues unos a otros: ya veis que no ganáis nada; he aquí que el mundo lo está siguiendo. Los griegos, que habían subido para adorar durante la fiesta, pidieron a los discípulos ver a Jesús. Jesús les respondió: la hora ha venido en que el hijo del hombre debe ser glorificado. En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, permanece solo; pero si muere, trae mucho fruto”. (Juan XII, 17-24).
Aquí Jesús explica la necesidad de su muerte de manera clara y sencilla, tomando como ejemplo el grano de trigo, que debe morir como grano para que de él nazca la espiga.
Muchas veces hemos dicho, en el curso de estos textos, que el objetivo supremo de la vida consiste en plantar el cielo en la Tierra, o sea, hacer que florezca en el mundo físico ese otro mundo, el de la divinidad.
En la cosmogonía Rosacruz, transmitida por Max Heindel, se dice que en el Séptimo Día de la Creación habremos conseguido que nuestro mundo sea la perfecta imagen del mundo divino.
Y para que el cielo florezca en la tierra, el procedimiento no es diferente al que se utiliza para conseguir que el trigo florezca en los campos, puesto que el universo divino funciona con esquemas muy simples y válidos en cualquier terreno. Por ello, el estudio analógico de lo desconocido mediante lo conocido, es un sistema que nos conduce de forma certera a la verdad.
Los impulsos espirituales tienen que morir en la tierra para que en ella puedan florecer y multiplicarse. Al principio de los tiempos, Abel ya murió en Caín, pero Abel representaba la energía primigenia que permite a la materia subsistir, no siendo el portador de ninguna enseñanza, sino un simple transmisor de corriente, el que enchufaba el hombre material con la eternidad.
Cristo, por el contrario, era portador de una sabiduría que el ser humano no puede encontrar en la tierra, ya que sus experiencias materiales solo pueden conducirlo hasta la cabeza de esa columna de la izquierda, en ese estadio que hemos llamado Juan y desde el cual podemos vaticinar que «otro» ha de venir.
Pero para que ese «otro» venga y se instale en la tierra humana, tiene que nacer en nuestra alma, penetrar en los sentimientos, en los pensamientos, para por fin florecer en cada uno de nuestros átomos. Para que ese florecimiento en todas las partes de del cuerpo pueda producirse, Cristo debe morir como tal, debe dejar de ser un modo de pensar, un modo de sentir particular, para convertirse en un elemento natural, que forma parte de nuestra naturaleza y que, por consiguiente, ejerce su función sin que nos apercibamos de ello, como el corazón, los pulmones o los riñones puedan ejercerlas en nuestro organismo, sin que nadie cuestione su forma de expresarse.
Podemos pues decir que las etapas de la manifestación crística en nosotros son las siguientes:
1.- Nacimiento, o sea la semilla aparece en nuestro mundo de Emanaciones.
2.- Desarrollo interno en el mundo de Creaciones y en el de Formación, o sea Cristo arraiga en nuestras emociones y pensamientos.
3.- Muerte, la cual corresponde a la penetración en nuestra naturaleza física.
4.- Resurrección en nosotros, en cada uno de los átomos de nuestro cuerpo físico.
Tras esa última etapa, Cristo ha dejado de ser una fuerza específica, algo exterior a nosotros, para convertirse en uno de los componentes de nuestro organismo. Cuando esto suceda, ya no habrá rebelión por nuestra parte contra la doctrina que Cristo vino a promulgar, porque cada uno será esa doctrina y sería imposible expresarnos en un sentido contrario a ella.
Cuando Cristo haya cumplido la ley del Yod-He-Vav-He, tal como él dijo que venía a cumplir, se verá glorificado, es decir, estará presente en todas las partes de nuestra naturaleza y el mundo habrá avanzado hacia esa implantación total del cielo en la tierra.
En el próximo capítulo hablaré de: conseguir el cambio
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