Jesús lloró
«Lucas refiere en su crónica sagrada que cuando Jesús se aproximaba a Jerusalén, al ver la ciudad, lloró y dijo: “¡Si tú también, por lo menos en este día que te es dado, conocieras las cosas que pertenecen a tu paz! Pero ahora son ocultadas a tus ojos. Y caerán sobre ti días en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te encerrarán y te estrecharán por todas partes; te destruirán a ti y a tus hijos encerrados en ti, y no dejarán de ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo en que has sido visitada“. (Lucas XIX, 41-44).
La ciudad Santa está en nosotros, como lo están en nuestra arquitectura física todas las ciudades, montañas, ríos, desiertos y selvas vírgenes que hay en la tierra, El universo entero se refleja en nosotros como nosotros nos reflejamos en él, en sus conflictos, sus guerras y también sus descubrimientos y su heroísmo.
Aquí Lucas nos habla de la emoción experimentada por la naturaleza crística ante la visión del esquema humano simbolizado por Jerusalén, porque percibe todos los sufrimientos que el ser humano deberá soportar antes de convertirse en la Nueva Jerusalén, esa ciudadela ya inexpugnable, eterna, indestructible.
La Jerusalén profana es la que construimos día a día con la ayuda de nuestra inteligencia, de los sentidos, de las observaciones y experiencias. Todo ello da lugar a una edificación coherente, en la que cada detalle da sentido y firmeza al resto. Todo se relaciona, todo se coordina, como en una ciudad, donde los distintos servicios de limpieza, de transporte, de venta, de recreo, de cultura, hacen que la vida sea grata o, por lo menos, que la vida sea posible. Pero de repente, viene el enemigo con sus baterías y destruye esa ciudad confortable.
A veces ese enemigo se llama Galileo Galilei, que al proclamar, con pruebas al apoyo, que la tierra gira alrededor del Sol, destruye la ciudad elaborada por la antigua ciencia y dada por buena por las creencias religiosas convencionales. Otras veces se llama Cristóbal Colón, quien al patentizar que la Tierra es redonda, arruina la concepción de la ciudad, basada en los finisterres. Entre esos destructores de ciudadelas humanas están Darwin, Freud y tantísimos «sabios» que sobre las ruinas de viejas Jerusalenes edifican otras que serán igualmente destruidas por otros «científicos» que, aportando nuevas observaciones, arruinarán el perfecto ordenamiento de la ciudadela psíquica preexistente.
Finalmente nuestra Jerusalén interna será destruida definitivamente por Cristo, que ya advirtió a los suyos que no había venido a traer la paz, sino la espada, esa espada del supremo discernimiento que ha de dar el golpe definitivo a la vieja ciudad, tantas veces destruida y reconstruida, para reedificar la Nueva Jerusalén Eterna.
Así han de ser las cosas en el despliegue de sus procesos naturales, y es lamentable, es para llorar de pena el observar, desde la altura espiritual, que la ciudad debe ser destruida una y otra vez, y aplastadas todas las tendencias anímicas que residían y se apoyaban en ella, para llegar al establecimiento de la verdadera ciudad.
Si el ser humano, sobre cuyas espaldas reposan las distintas Jerusalenes, conociera la paz que lo espera; si vislumbrara ese Paraíso que ha de ser su ciudadela psíquica futura, podría levantar en firme y acoger con los brazos abiertos al liberador, en el que ven, por el contrario, al enemigo y ante el que levantan trincheras numantinas, defendiendo a sangre y fuego algo que ha nacido ya con el germen de la destrucción, porque el orden -el ordenamiento- que aquello implicaba, no era el definitivo, sino que representaba tan solo un paso hacia la nueva ciudad eterna.
Esa vieja Jerusalén es destruida una y otra vez porque «no ha conocido el tiempo en que ha sido visitada«, dice Jesús, o sea no se ha impregnado de la luz que la enseñanza crística le aportaba. A lo largo de la crónica sagrada vemos como Jesús entra y sale una y otra vez de Jerusalén, predicando en sus templos, arrojando a los vendedores instalados en él, como lo hará una vez más en el punto siguiente, y sin embargo esas «visitas» le han pasado desapercibidas a la vieja ciudad. Si sus púlpitos han sido abiertos al Maestro, ha sido en virtud del equívoco que suponía creer que era uno de sus predicadores. No sabían verlo como el edificador de la nueva ciudad, sino que lo consideraban como uno de los diseñadores del mundo antiguo.
Así ha sucedido siempre en la sociedad mundana. Cuando aparece un Pitágoras, un Platón, un Descartes, la sociedad recoge de ellos lo que confirma o parece confirmar las ideas reinantes y rechaza lo que no concuerda con ellas, aquello se califica de «rarezas de sabio«, «locuras» que tienen a veces las eminencias.
Jesús visita Jerusalén, pero Jerusalén se queda sin conocerlo, y esto no solo es un hecho histórico, sino que va sucediendo en nuestros días, y ahí tenemos el ejemplo de estos Evangelios que comentamos, con todo su poder edificador de la Nueva Jerusalén eterna, y que sin embargo son «explicados» una y otra vez en nuestros templos sin que los fieles, ni quienes los explican, lleguen a conocerlos. Y la ciudad antigua sigue en pie, sufriendo de vez en cuando el asalto de «enemigos» que la destruyen y edifican una nueva ciudad, que será a su vez destruida cuando llegue su hora. Jesús no ha sido entendido aún, a pesar de habernos visitado.
En el próximo capítulo hablaré de: Jesús en el templo
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