Interiorizar las normas
Los enfrentamientos de Jesús con los judíos a causa del sábado fueron frecuentes en el corto plazo de su ministerio. Juan nos refiere cómo, en la fiesta sabática, Jesús descendió a la piscina de los cinco pórticos y cómo allí curó a un enfermo.
En esa piscina, llamada Bethzata, acudían los enfermos: ciegos, cojos, mancos, imposibilitados, en espera de que las aguas se movieran. Un Angel del Señor descendía de vez en cuando a las aguas de esta piscina, agitándolas y el primer enfermo que se sumergía en ellas tras esta agitación angelical, quedaba curado. Jesús apercibió allí a un hombre que sufría parálisis desde hacía treinta y ocho años y le dijo: «¿Quieres curarte?” El enfermo le respondió: Señor, cuando el agua sube, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina, y mientras voy, hay siempre otro que se me adelanta. Jesús le dijo: Levántate, toma tu camilla y anda. Y al instante el hombre se vio curado, tomó su camilla y se fue. Pero era sábado y, según la ley judía, a nadie se le permitía transportar su camilla durante la fiesta sabática. (Tuvo lugar entonces una escena que bien podemos calificar de kafkiana). El paralítico se vio interpelado por los judíos, que le dijeron: Hoy es la fiesta del sábado y no te está permitido transportar tu camilla. El hombre respondió: El que me ha curado me ha dicho: toma tu camilla y anda. ¿Y quién es el hombre que te ha dicho semejante cosa?, le preguntaron. Pero el paralítico no supo designarlo porque Jesús se había escurrido entre la multitud”. (Juan V, 1-18). Más tarde, el paralítico encontraría a Jesús en el templo y lo señalaría a los judíos.
Ya dijimos que los veintiún capítulos del Evangelio de San Juan corresponden a la dinámica de cada una de las letras-fuerza del código hebraico. Como ya saben los estudiantes, la quinta letra, correspondiente a este quinto capítulo de Juan, se llama He, que constituye la raíz del Elemento Agua. En el He, las fuerzas espirituales descienden de su habitáculo natural, que es el Fuego, para ejercer su actividad en el Elemento Agua, instituyendo en ella el orden divino.
El Agua es la gran productora de enfermedades, ya que, en el ámbito psicológico, agua es igual a deseos, emociones, pasiones que suelen conducir a toda clase de disturbios. La piscina de cinco pórticos es el símbolo de los cinco caminos que conducen a la perdición. Cinco que, según nos enseña la Cábala, se convierten en cincuenta: son las famosas cincuenta vías de la destrucción, que corren paralelas a las llamadas cincuenta puertas de la inteligencia y que son, en lo positivo, lo que las otras son en lo negativo.
Esas cincuenta vías o caminos, parten de los tres Sefirot de la izquierda y de los inferiores de la derecha, es decir, son las cualidades negativas de Binah (avaricia), Gueburah (ira), Hod (envidia), Hesed (gula) y Netzah (lujuria), cada una multiplicada por diez, puesto que en cada Séfira se reflejan los diez que constituyen el árbol.
Así pues, en esa piscina de cinco pórticos se concentran los degradados que han recorrido alguno de los 5 x 10 caminos de perdición, habiendo llegado a un momento de su existencia en que su naturaleza interna los conduce al manantial visitado por el Ángel del Señor. Allí sus aguas internas se tornan puras y el mal desaparece de ellos.
Significa que, aun cuando estemos recorriendo un camino equivocado o nos hayamos desviado de los objetivos de nuestro Ego Superior, nos sintamos perdidos, siempre recibimos la visita del “ángel del señor”, dispuesto a remover nuestras aguas, nuestras emociones, para que podamos tomar consciencia del error y sanarnos, volver al orden. Pero es preciso dar el paso, querer salir de ese camino, como hizo el paralítico.
Jesús como representante vivo de esa espiritualidad restablecedora, se encuentra en esas aguas para curar a los que han cumplido su tiempo. Nos dice la crónica que el paralítico llevaba 38 años sufriendo. Si traducimos esa cifra en letras del código hebraico, tendremos que el tres es el Ghimel, fuerza a través de la cual Dios se manifiesta en la naturaleza humana, mientras que el ocho es el Heith, fuerza gracias a la cual el ser humano se aleja del Elemento Agua, de la vida emotiva y sus pasiones, para buscar en el Elemento Aire el orden divino.
Si sumamos 3 y 8, tenemos la cifra 11, que corresponde (en el ciclo de letras hebraicas) a Hochmah en su segundo ciclo, en el cual el Amor es plantado en la naturaleza emotiva del ser humano. Si sumamos los dos 1, tenemos 2, otra cifra de Hochmah en su primer ciclo. De modo que, mirado de una forma o de otra, encontramos que ese paralítico había cumplido su tiempo y que se encontraba a la espera de la curación, porque en él se había producido la transformación salvadora que lo situaba en el camino de la columna de la derecha.
Su único problema con la curación del paralítico consistía en que era sábado, es decir, se encontraba sometido a la ley de Binah, bajo la cual no es posible la transmutación. La naturaleza de su mal (la parálisis) le impedía tocar las aguas puras, agitadas por el ángel y, no pudiendo aproximarse a la fuente de la pureza, era necesario que la pureza se acercara a él, rompiendo las normas de Binah, cuya función es la de separar lo espiritual con una pared de materia. Ese impedimento está representado en el relato evangélico por la «fiesta» del sábado. Jesús rompió esa barrera y lo curó.
Los judíos le reprocharon a Jesús que obrara milagros durante el sábado y él respondió: «Mi Padre trabaja aún siendo sábado y por ello yo lo hago también«. Esta respuesta enfureció a los judíos, ya que no contento con quebrantar la ley del sábado, Jesús decía que Dios era su Padre, haciéndose así igual a Dios. Por ello buscaban con más afán la forma de darle muerte.
Lo que el cronista enseña en este punto es de una importancia primordial. En efecto, la ley mosaica decía que en el séptimo día Dios descansó y, por consiguiente, si el ser humano debía seguir en todos sus puntos la dinámica divina, a fin de ser su exacta imagen y semejanza, el séptimo día debía descansar también. Para los judíos, la semana empezaba el domingo, de modo que el séptimo día era el sábado. La santificación de la fiesta fue adquiriendo entre ellos proporciones tan enormes que, finalmente, ni siquiera se le permitía a un inválido transportar su camilla, después de haber permanecido en ella treinta y ocho años, en el día de su curación.
Jesús dijo en esta ocasión algo muy trascendente para el entendimiento de la dinámica divina, y es que su Padre trabajaba aún siendo sábado. Es decir, hay una parte de Dios, la más importante, que trabaja siempre. El que descansó en el séptimo día fue Jehovah, la divinidad de Binah, la que rige el proceso creativo en la columna de la izquierda, de modo que en todo lo relacionado con esa columna, que es el trabajo material, que son pasiones, crítica, malas interpretaciones, cualidades negativas. Todo ese fárrago de sombras tiene que descansar en el séptimo día. Mejor que descansara siempre, claro está, pero si la naturaleza humana no lo permite, por lo menos dejemos que descanse un día a la semana, el séptimo, que para la mayoría de la gente es el domingo.
Pero hay algo que no puede descansar en la divinidad, y es la producción de energías que permiten a las formas subsistir. El Padre debe producir constantemente esa esencia que llamamos Voluntad y que, por intervención del hijo, se convierte en Amor-Sabiduría. Si el Padre descansara, las formas, al no disponer de la energía que mantiene su coherencia, se desmoronarían y el mundo dejaría de ser, dejaría de funcionar.
Podemos comparar esta dinámica divina a nuestros servicios públicos, en los que trabajan nuestros obreros incluso en los días de fiesta, para que no falte la electricidad en nuestras ciudades, ni agua en los grifos, ni médicos en los hospitales, etc.
Así, mientras se vive bajo los auspicios de la ley de Binah, debemos respetar el sábado, que el cristianismo histórico ha transportado al domingo. Pero cuando Cristo nace en nosotros, cuando se instala en nuestra tierra humana su Reino, quedamos liberados de la dependencia a la ley y exentos de descansar obligatoriamente en el séptimo día, en el cual podremos dedicarnos al restablecimiento del mundo, de nuestro mundo interior y del externo, lo mismo que lo hace el Padre, lo mismo que lo hace el Hijo.
Las leyes dictadas por Jehovah no son eternas: llega un momento, en nuestro desarrollo espiritual, que prescriben o, por decirlo de otro modo, morimos a ese ser que éramos. Esa nueva personalidad representa pues una amenaza de muerte para la vieja, la estructurada y es natural que esta, en legítima defensa podríamos decir, la quiera a su vez liquidar.
Así sucede, a menudo, que algunas personas de nuestro entono, amigos, se erigen en representantes de la personalidad antigua y se enfadan con nosotros recriminando nuestro cambio de actitud, de costumbres, de gustos, de orientación, en definitiva, de vida. Al final perdemos esas relaciones como paso necesario para evolucionar.
En el próximo capítulo hablaré de: Padre, Hijo y Espíritu Santo
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.