Hay que llegar al final
La incapacidad de sus discípulos en arrojar fuera a los demonios iba confirmando a Jesús el sentimiento de que sería preciso llegar al sacrificio final y lo anunció ante ellos por segunda vez mientras recorrían Galilea.
«El Hijo del Hombre debe ser librado en manos de los hombres, los cuales le darán muerte y al tercer día resucitará. Y ellos quedaron profundamente entristecidos». (Mateo XVII, 22-23. Marcos IX, 31-32. Lucas IX, 44-45.)
Hemos visto como Pedro, Juan y Santiago acompañaban a Jesús en la montaña de la transfiguración y sin embargo, a pesar de haber «visto» a Cristo, Moisés y Elías en sus cuerpos espirituales, no eran capaces de realizar la obra transmutadora que una espiritualidad activa debe realizar.
La vida pone ante nosotros numerosas pruebas, a través de anécdotas, de circunstancias que se suceden a diario, de situaciones que nos muestran cual es el camino adecuado a seguir. Pero nosotros, como los apóstoles, seguimos sin creer, esperando más pruebas, más milagros, esperando una combinación ganadora de la “Primitiva” para cambiar de vida, sin darnos cuenta que es activando nuestra voluntad hacia la dirección adecuada que las cosas cambiarán.
Ahora son muchos los que, como los apóstoles, «ven» y que, cuando bajan de la montaña y se encuentran con los hombres que tienen el «hijo» endemoniado, no saben arrojarle los demonios del cuerpo porque no disponen de suficiente carga de esa fuerza llamada fe.
Esa falta de fe, esa incapacidad de mover las montañas en nuestra propia vida y en la de los demás, obliga a la naturaleza crística que todos llevamos en esa etapa del camino, a ir hasta su sacrificio final, hasta el derramamiento de su sangre, es decir, hasta la exteriorización material de unas energías que han de matar, han de poner fin a nuestro mundo tal como lo tenemos organizado, para resucitarlo después, al tercer día, cuando en nuestra naturaleza se produzca la fase Vav, y podamos así realizar las obras que hacía Cristo y que sus discípulos no podían hacer.
Pero las obras a realizar son posibles, por lo menos en el plano teórico, sin necesidad de «morir» físicamente, si la naturaleza crística, si la fuerza del amor se interiorizara con suficiente fuerza en nuestros sentimientos, hasta el punto de cambiarnos radicalmente por dentro sin cambiarnos por fuera.
Es un punto misterioso el que estamos comentando, sobre el que no puede añadirse nada más, a fin de que cada uno lo entienda según su capacidad de percibir, puesto que no existe ningún método objetivo, valedero para todos, que permita a nuestro Cristo interno reinar en nuestra naturaleza sin producir la muerte de lo que exteriormente somos, la muerte de nuestro mundo actual, de la estructura en la que nos movemos. Y sabemos que eso es así porque vivimos en un mundo en que los valores están invertidos.
Iniciamos una guerra y la llamamos paz duradera. Disponemos de infinidad de aparatos comunicativos y cada vez hay menos comunicación entre nosotros. Salimos al parque con nuestros hijos y pasamos el rato mandando whatsapp. Compramos ropa rota y nos la ponemos y le llamamos moda. Rezamos a Dios para que nos ayude a vencer a nuestro hermano. Insultamos a nuestros políticos para que lo hagan mejor. Cada vez somos más gente y cada día nos sentimos más solos.
Conviven dos formas en nosotros y una de ellas debe morir para que la otra pueda expresarse, hasta que alcancemos un determinado nivel evolutivo que hará posible a ambas coexistir.
El problema que se nos plantea a menudo, a nivel humano, es que cada una de esas personalidades trae consigo una serie de personajes: familiares, amigos, compañeros, que tendrán que desaparecer de algún modo, ya que dejaremos de estar apegados a ellos cuando esa personalidad muera. Como sea que solemos estar apegados a las personas, esa desaparición causará dolor e incluso, en ocasiones, puede hacernos volver la vista atrás, como a la mujer de Lot, y dejarnos petrificados, es decir, no permitir que sigamos avanzando, haciendo que se aborte nuestro proceso evolutivo, porque los enganches a la personalidad perecedera sean demasiado fuertes.
Es normal que mientras una de nuestras personalidades va disminuyendo su protagonismo, también lo hagan los personajes asociados a ella. Es decir, cuando una persona se eleva espiritualmente, empieza por interesarse por ciertos temas y a desinteresarse por otros.
Por ejemplo, en cierto momento de mi vida me gustaban mucho los Rolling Stones, en cambio ahora soy incapaz de escuchar una de sus canciones, me cargan. Lo mismo sucede con las personas, cuando nos gusta ir de copas, tenemos personajes que nos acompañarán en ese trayecto, pero cuando deje de interesarnos el vino, quizá a esos personajes les siga llamando la atención y entonces acabaremos por descolgarnos de ellos. A menudo esas personas nos acusarán de abandonarlos, se enfadarán con nosotros por no querer compartir, pero nuestros intereses han cambiado, ciertas cosas han muerto en nosotros y otras han cobrado vida.
Así, cada cambio en el camino se cobra víctimas. Cuando una persona se separa de su pareja, es fácil que las relaciones que mantenía con su familia política se vayan enfriando o desaparezcan del todo.
En el próximo capítulo hablaré de: pagar impuestos
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.