En el reino de Cristo
En el Reino de Cristo, las cosas suceden de otro modo. Lo que en él se recibe no es con obligación de retorno, sino que queda permanentemente en nosotros como propiedad y podemos ir acumulando esa riqueza sin temor de que alguien aparezca un día para reclamarnos intereses o restitución del capital.
El suyo es el Reino de la vida y de la abundancia, en el que las cosas se dan sin que el dador se empobrezca con ello, y un ejemplo de ese funcionamiento lo tenemos en el Sol, que nos da su luz y su calor sin que vea sus recursos luminosos y energéticos disminuidos por ello.
Cuando hemos conseguido aprisionar en nosotros la naturaleza crística, estamos en condiciones de dar a nuestros semejantes sin recibir de ellos, y a medida que nuestras fuentes internas se vacíen, nos llenaremos, no con los valores procedentes del mundo, sino con la esencia del inagotable manantial divino que mana por el costado derecho.
De ahí que los elegidos de Cristo no caigan jamás en estado de necesidad y que sean alimentados y vestidos como los pájaros y los lirios del valle. Ser lirio del valle es un titulo en el universo crístico y corresponde a lo que socialmente se llamaría un liberado de las tareas del mundo. Los lirios del valle van por la vida dando sin pedir nada a cambio, figurando en la nómina divina y gozando de las inagotables riquezas del Reino de Kether-Hochmah, o sea del Padre-Hijo.
En esa hora memorable, Jesús anuncia una vez más su desaparición y su retorno, formulando la esperanza de que el corazón de sus discípulos no se turbe y de que no se alarmen. Ya hemos explicado el sentido de esa desaparición-retorno. Cristo tiene que morir exteriormente, como entidad separada de nosotros, para que pueda nacer en nosotros, como una realidad interna.
O sea, el Maestro no puede permanecer eternamente fuera de nosotros y estar pronunciando conferencias o discursos todos los viernes o los domingos, mientras nosotros nos dedicamos a escuchar. Y quien dice Maestro, dice libro, revista o cualquier otra fuente de conocimiento. El Maestro debe aparecer en nuestra naturaleza interna y reconocer la verdad desde dentro, porque entonces esa verdad interiorizada moverá los resortes de nuestro organismo y hará que actuemos de acuerdo con ella.
Mientras el Maestro sea una voz externa, seguirá resonando en nuestras tinieblas sin que estas lo comprendan o la interioricen, y por más que le juremos fidelidad y adhesión, el gallo cantará una y otra vez en nuestra noche y, al oírlo, constataremos que hemos estado negando.
Tenemos que «comernos» al Maestro, devorar su esencia y ser así Maestros nosotros mismos. Si lo conseguimos, el Maestro exterior habrá desaparecido, porque ya no tendrá razón de ser: se encontrará de retorno en nuestro interior.
Pero mientras «comemos» Maestro, transcurrirá un tiempo -el tiempo de la asimilación, del arraigo de sus semillas en nuestro interior- en que permaneceremos en la noche. Jesús nos deja su esperanza de que nuestro corazón no se turbe y de que no se produzca la alarma en él.
Y es que las horas más negras son las que preceden a la la luz. Las dos últimas horas de noche son aquellas en que Pedro niega, Judas traiciona con un beso y Jesús es aprisionado por el príncipe del mundo. Esas son las horas de la traición de la negación, de la duda, del retorno a los valores del mundo.
Ya sabemos que nada puede producirse en el universo sin el empuje de una fuerza espiritual que propicie la inclinación del alma. Ya vimos, al estudiar los coros angélicos, que terminan a medianoche su jornada de trabajo y que en ese momento toman el relevo los poderes de las tinieblas. Vimos también, al estudiar esa categoría de seres, que no todos son iguales, y que mientras unos trabajan en la cabeza de la mítica serpiente que los simboliza, otros trabajan en la cola.
En las dos últimas horas de la noche, son los de la cola quienes se encuentran en servicio activo, dando salida a todos los propósitos de negación y de traición que se encuentran en estado virtual.
En esas dos últimas horas de la noche es cuando los buenos propósitos pueden naufragar y podemos vernos proyectados de nuevo en el mundo antiguo, cuando precisamente habíamos superado todas las etapas y éramos ya firmes discípulos de Cristo. Pero he aquí que, en la recta final, cuando la meta era ya visible, nuestro corazón se turba, suena en nosotros la alarma y nos despertamos y en la nueva luz del día constatamos que hemos cometido traición y hemos negado lo que pretendíamos ser.
En el próximo capítulo hablaré de: la red salvadora
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.