El trágico itinerario
“A partir de aquel momento, Jesús comenzó a revelar a sus discípulos su trágico itinerario. Les dijo que tenía que ir a Jerusalem para ser muerto y resucitar al tercer día. Al oírlo, Pedro exclamó: No quiera Dios, Señor, que esto suceda. Pero Jesús, volviéndose hacia él, le dijo: ¡Retírate de mí, Satanás! Tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres». (Mateo XVI, 21-23. Marcos VIII, 31-33).
He aquí que el Pedro que acababa de reconocer al Hijo de Dios, ya estaba sintiendo como un hombre otra vez.
Los apóstoles contemplaban en Jesús la divinidad cara a cara. De un lado estaban ellos, los hombres y del otro lado estaba Jesús, el Dios. Jesús intentaba, sin éxito, penetrar en sus sentimientos, impregnarlos de su naturaleza y quizá, como apuntábamos, abrigó la esperanza de que esa penetración pudiera efectuarse sin llegar al sacrificio del cuerpo físico. Y de ahí su decepción y su enfado cuando vio que Pedro no comprendía que si la divinidad debía penetrar en el ser humano, era preciso que rompiera la forma material que la contenía. Pedro se conformaba con una espiritualidad externa, con un Dios-Maestro que le dijera por boca de su Hijo lo que tenía que hacer. El seguiría las normas y listos.
Pero eso era precisamente lo que hacían los judíos: seguir normas y las seguían hasta el punto de que en el sábado se olvidaban de vivir y, para cumplir con las normas, eran capaces de dejar tirado a su hermano, si este requería cuidados prohibidos, como lo hacen nuestros modernos «Testigos de Jehovah».
“Seis días después, tomó Jesús a Pedro y a los hermanos Santiago y Juan, y los llevó a una alta montaña. Dice la crónica que allí el rostro de Jesús brilló como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Aparecieron Moisés y Elias y los tres fueron cubiertos por una nube resplandeciente, de la que salió una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: escuchadle. Al bajar del monte y hablarle a sus discípulos del retorno de Elías, Jesús les dijo que Elías había venido ya y no había sido reconocido. Entonces entendieron los discípulos que les hablaba de Juan Bautista«. (Mateo XVII, 1-13).
Para los que dudan aún sobre si volvemos o no a vivir en el mundo, este es uno de los pasajes evangélicos en los que se dice implícitamente que el espíritu vuelve a reencarnarse después de haber pasado un periodo en los mundos invisibles, puesto que si Juan Bautista fue antes Elías, es evidente que un alma, que en un momento de su evolución vino al mundo físico con el nombre de Elías, apareció en otra época con el nombre de Juan.
Jesús no vino a enseñar el funcionamiento de las esferas, enseñanza que corresponde a los maestros que trabajan en la columna de la izquierda. La enseñanza de Jesús tiene por tema la vida divina, o, mejor dicho, una determinada cualidad de la vida divina, puesto que en el antiguo mundo, el de la ley, revelada por Moisés, también se manifestaba esa vida divina, pero lo hacía por el costado izquierdo. Era el Dios de la luz y las sombras el que actuaba, el del trabajo y el sudor, el del castigo y la recompensa.
Cristo vino para anunciar al ser humano una nueva era, para decirle que su vida no iba a ser siempre igual, que un día se vería redimido de sus penas y ya no habría dolor, ya no habría muerte. No venía pues a enseñar una ciencia cualquiera, sino a enunciar el final de una época amarga y el comienzo de una era de placeres inimaginables, en la que esa fuerza llamada amor haría que todo marchara a la perfección en un mundo de ensueño.
La dificultad de su misión radicaba en convencer al ser humano, acostumbrado al Dios de la ira, de que existía un Dios del amor. Los hombres lo escuchaban, se alimentaban con su enseñanza, y después le decían: «A ver, muéstranos una señal del cielo«. «Si ese Dios del amor existe, que nos lo demuestre de una manera palpable«, venían a decirle. Y Jesús no podía darles esa señal porque el Dios del amor solo puede manifestarse en el amor, allí donde el amor existe, y si en esas naturalezas farisaicas del antiguo mundo no había amor, sino ira, rigor, temor, no podían recibir la señal del cielo. Era preciso que las semillas del amor fueran plantadas en su carne y en su sangre, y por ello Cristo debía morir para poder interiorizarse en el corazón de los seres humanos, de manera que el Dios del amor pudiera darles la señal desde dentro de ellos mismos.
Esa señal del amor un día aparecerá en nuestras vidas, cambiando en profundidad nuestro comportamiento. Entonces habrá terminado para nosotros el trabajo en las sombras y, con ello, las penas y el sudor.
Vimos con anterioridad (en el capítulo 13) cómo los apóstoles alcanzaban la visión espiritual en la noche negra del mar de Tiberiades. En este punto de la enseñanza se nos dice que tres de ellos, Pedro, Santiago y Juan fueron llevados por el Maestro a la alta montaña, es decir, a la contemplación de las cosas divinas con los ojos del espíritu. Allí vieron cómo Jesús, Moisés y Elías estaban juntos, unidos en la misma luz, formando parte de una misma realidad.
En la alta montaña, los más distinguidos representantes del mundo antiguo, Moisés y Elías, comunicaban con Jesús, aportando a los discípulos la evidencia de que ambos mundos no son contrarios, no se combaten, sino que el de Jesús es la continuación lógica del anterior. La voz proclamando el linaje divino de Jesús corresponde a un episodio muy real que todo discípulo ha de vivir.
Cuando aparece el Maestro en la vida del discípulo, este no da nunca sus credenciales. Si veis aparecer ante vosotros, en su cuerpo físico o en su cuerpo espiritual, como una visión o como una voz, alguien que os dice ser el maestro, el gurú, el guía, el profesor, desconfiad, porque aquel no es lo que dice ser.
El auténtico Maestro no dice nunca que lo es y espera que sea el discípulo quien lo reconozca. Esta voz espiritual que oyeron Pedro, Santiago y Juan en la alta montaña es una voz interna y después de haberla oído, al discípulo ya no le quedan dudas sobre la identidad de su Maestro. A partir de entonces, el Maestro instruye a su discípulo haciéndole ver las cosas como son, o sea haciéndolas evidentes para él. Esa evidencia puede presentarse mediante imágenes o sin ellas, como un reconocimiento interno de la verdad.
El Maestro no pierde el tiempo dictando a su discípulo poesías o preceptos morales, como ocurre con ciertas personas con las que ciertas entidades juegan. Tampoco le dicta tratados para que el discípulo los recoja en estado mediumínico.
Un día u otro, el discípulo subirá a la alta montaña de la transfiguración, en la que el rostro de Jesús brillará en él como un sol y sus vestidos se tornarán blancos.
Los vestidos, nuestros vestidos, son los tres cuerpos que cubren la desnudez del Ego Superior, y los vestidos de tela constituyen la señal visible de esos tres cuerpos. El vestido exterior representa el cuerpo físico; la ropa interior representa el cuerpo de deseos y los adornos y joyas representan el cuerpo del pensamiento. Cabe notar que el hombre primitivo, que en su despliegue involutivo se encuentra más cerca de la realidad espiritual, viviendo inmerso en el cuerpo del pensamiento de la tierra, es el que más se adorna, mientras que prescinde del vestido exterior porque el cuerpo físico no es aún para él algo que reclame su atención.
En cambio, el ser atribulado de nuestra sociedad ha prescindido de los adornos, de las prendas superfluas, como la corbata, de las joyas. De vez en cuando esas prendas, que representan la vida mental, vuelven, traídas por ciertas clases de personas consideradas marginados, como los hippies.
Podemos ver también, en la sociedad actual, como cierta gente se calza pantalones rotos o camisas arrugadas, mostrando, en el ámbito simbólico, el poco aprecio que tienen de su cuerpo físico. Nada extraño pues que existan una tal cantidad de enfermedades ligadas a ese cuerpo físico.
Por otra parte, es conmovedora esa guerra que libran los fabricantes de detergentes para ver quién lava más blanco, siendo ello una señal de que este mundo nuestro busca de algún modo ese vestido blanco que simboliza la nueva virginidad, la nueva disponibilidad de nuestros cuerpos por parte del Ego Superior.
Ese vestido blanco con que en general las novias acuden a la boda, símbolo de unión del alma humana con su Ego, cubrirá un día la desnudez del discípulo. Habrá visto con los ojos del alma que todo forma parte de la unidad; que las corrientes aparentemente enemigas se encuentran ungidas en la misma y resplandeciente nube y a partir de entonces ya no podrán estar contra algo, sino que serán ajenos a cualquier combate, ajenos a todo lo que representa una dualidad.
En el próximo capítulo hablaré de: una generación incrédula
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.