El itinerario de la vida
“Les dijo aún: yo me voy y me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado; a donde yo voy no podéis venir vosotros. Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Os dije que moriríais en vuestro pecado, porque si no creyereis, moriréis en vuestros pecados. Cuando levantéis en lo alto al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que soy yo y veréis que no hago nada de mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo». Hablando él de estas cosas, muchos creyeron en él”. (Juan VIII, 21-30).
La vida aparece en la enseñanza de Jesús como un itinerario, como una continua marcha, de Galilea a Judea, de Nazareth a Belén, de allí a Egipto, de una orilla a otra del mar de Tiberiades, subidas sucesivas a los montes y descensos a la tierra llana. Su vida fue un continuo moverse y esa dinámica de sus hechos es el paradigma de lo que nuestras vidas deben ser, no en lo material, sino en lo espiritual. Los sentimientos deben moverse, lo mismo que los pensamientos. Si queremos estar con Él, debemos seguirle sin cesar. En cuanto nos paremos, nos digamos: «Ya lo he encontrado, ya estoy en la meta«, nos daremos cuenta de que ya no está, de que ha desaparecido.
Esto es válido para todos cuantos buscan el conocimiento y desembocan de pronto en una escuela y se dicen «esto me va«, quedándose con un determinado concepto. La verdad viva no puede encerrarse en una fórmula, en un concepto, ni siquiera en una Cosmogonía, que es puente de arranque, pero jamás punto de llegada.
A los sentimientos humanos les gusta detenerse y poder decir: «Ya he llegado, ¡qué hermoso es este paraje! Aquí voy a establecer, a edificar mi morada y vivir en la verdad«. Este es el sueño de los sentimientos: establecerse, montar la casa y el jardín y vivir paradisíacamente. Hay una canción de Atahualpa Yupanqui que dice así:
Tú que puedes, quédate,
le dijo el río llorando.
Los cerros que yo más quiero, le dijo
allí te están esperando.
El agua de las emociones se enamora de determinados paisajes y llora al tener que abandonarlos. Pero cuando nos vaciamos de nuestros sentimientos, cuando los echamos por la borda, impulsados por la dinámica de Piscis, entonces una voz suena en las entrañas que nos dice: «¡En marcha!«. Por ello Jesús, actuando en este punto de la enseñanza en el escenario Heith, les dice a nuestros fariseos «Yo me voy y me buscaréis«. En esta curva del camino, el alma humana busca ya su divinidad y sabe que para encontrarla ha de abandonar su lindo paisaje y marchar más allá de sí misma.
Pero para encontrar su divinidad, para seguirla en las siguientes etapas, el alma humana debe morir en el pecado. Han de desaparecer en ella los restos de sentimentalidad que todavía le quedan en la etapa Heith. En esta fase el alma se pone en marcha, pero en sus alforjas se lleva aún pedazos de esa tierra que abandona.
Es muy corriente que el emigrante se lleve en la mochila un puñado de su tierra natal, o que se la manden por correo los que se quedan atrás. Ya no vive en aquella tierra, pero piensa poder conservarla a título de nostalgia. Pero deberá morir a ella, apagarse a ese mundo de los sentimientos, gran productor de atascos, para poder seguir al de arriba.
Hemos hablado ya con cierta amplitud en estos estudios de la personalidad sagrada y la profana. Explicamos que ambas deben desarrollarse por separado, sin mezclarse, y que el discípulo ha de proceder de manera que la sagrada le vaya ganando tiempo a la profana, y que si al principio solo se ejerce cinco minutos al día, al final la sagrada debe disponer de todo el tiempo, o sea, la personalidad sagrada debe matar a la profana.
En el estadio que Juan describe, el alma humana no ve que esto tenga que ser así y se dice que va a dedicar las primicias, lo mejor de sí mismo a la espiritualidad, y que en otro momento de la jornada se entregará a los placeres de antaño, viviendo así en dos mundos, en el de arriba y en el de abajo.
Así lo hará, durante un tiempo, hasta que se dé cuenta de que lo espiritual se le escapa, huye, se va y él no puede seguirlo. Será preciso morir en el pecado, dejar de ser en ese mundo erróneo, para que podamos reencontrar ese yo eterno que escapa sin cesar, elevándonos hacia más altas cumbres. Entonces, levantaremos al Hijo del Hombre, levantaremos nuestra obra humana y ella nos encumbrará.
Al considerar estas premisas, muchos abandonan definitivamente el mundo sentimental para instalarse en la Tierra de la Promesa. Por ello dice Juan que «al hablar de estas cosas, muchos creyeron en Él”.
En el próximo capítulo hablaré de: la verdad os hará libres
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