El invitado
“Un día, habiendo entrado Jesús en la casa de un jefe de fariseos que lo invitó a comer, viendo que los invitados se apresuraban a ocupar las primeras plazas, les dirigió esta parábola: cuando seas invitado por alguien a una boda, no te pongas en los primeros sitios de miedo que haya entre los invitados una persona de mayor rango que tú y que quien os ha invitado venga para decirte que cedas el puesto a la tal persona. Entonces pasarás por la vergüenza de tener que ocupar el último sitio. Cuando seas invitado, ponte en el último lugar a fin de que quien te ha invitado vaya a ti para decirte: amigo mío, sube más alto. Ello te honrará ante todos los que se encuentran en la mesa contigo. Ya que, quienquiera que se eleve será rebajado y quienquiera que se rebaje, será encumbrado”. (Lucas XIV, 1-11).
Son hoy muchos los invitados a la boda que se apresuran a colocarse en los primeros puestos. Se autodenominan gurús, o swamis, o guías, o maestros, profesores, etc. Jesús nos dice aquí que estos no son los mejores, sino los que los mejores son los que se sitúan el último puesto.
El que se eleva a sí mismo, el que se auto proclama importante y está persuadido de que el dueño de la casa lo colocaría en el primer rango, y por ello se coloca, no es lo que pretende ser. En cambio, el que espera a que todos se sienten en la mesa para ocupar él el sitio que quede libre, ese es el que goza de los favores del amo.
En la vida social, esta regla nos permitirá observar quienes son los mejores en el camino de la espiritualidad. En efecto, en las reuniones mundanas siempre vemos que mientras unos procuran estar al lado de la personalidad brillante, de la vedette de la fiesta, otros se sientan junto a los menos dotados. Aunque no lo manifiesten, estos serán los más sensibles a la espiritualidad. Estos serán los más próximos a nosotros, aquellos a los cuales debemos dirigir nuestro apostolado. El que se rebaja, el modesto, es el situado en el punto cíclico de Virgo que, como vimos anteriormente, es el punto final.
“Dijo también al que le había invitado: cuando das una comida no invites a tus amigos ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos, de miedo de que ellos te inviten a su vez y te den lo mismo. Cuando des un festín, invita a los pobres, a los tullidos, los cojos, los ciegos, y serás feliz porque no podrán corresponderte de la misma forma y te verás pagado en la resurrección de los justos”. (Lucas XIV, 12-14).
El consejo de no invitar a los amigos, sino a los pobres y desgraciados, debemos entenderlo como una disuasión a organizar reuniones con gentes de nuestro mismo rango espiritual, con las que no podemos intercambiar más que propósitos que tanto ellos como nosotros conocemos perfectamente. Nuestra comida debe ir a los que no pueden procurársela, a los necesitados de ella. Son esos los que deben sentarse en nuestra mesa y con los que debemos compartir nuestros conocimientos. Si hay en nosotros una disposición para ello, el necesitado ya aparecerá, puesto que nuestro discurso no debe dirigirse tontamente al indiferente, al que no escucha ni quiere escuchar.
Esta parte de la enseñanza, interpretada en su sentido material, dio lugar a la costumbre de las «familias cristianas» de sentar un pobre en su mesa en el día de Navidad. Hay en el cine español una película cómica de Berlanga que refiere las dificultades de una de esas familias pudientes para encontrar un pobre en Navidad, cuanto todos ya tenían «trabajo«. Esas «familias cristianas» solo pueden ofrecer a su pobre un alimento material y a lo mejor el pobre, con el estómago encogido por el ayuno obligado, se les muere de una indigestión. Evidentemente, es al alimento espiritual que se refería Jesús en este punto de su enseñanza.
En el próximo capítulo hablaré de: la gran cena
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