El más grande
“Entre los apóstoles se levantó una discusión sobre cuál de entre ellos debería ser considerado el más grande. Jesús les dijo: los reyes de las naciones las dominan y quienes las dominan son llamados bienhechores. No ha de ser así entre vosotros, sino que el más grande entre vosotros, sea como el que sirve. Ya que, ¿quién es el más grande, el que está en la mesa o el que le sirve? Y yo, sin embargo, que estoy en medio de vosotros, estoy como el que sirve. Vosotros sois los que han perseverado conmigo en mis pruebas, es por ello que dispongo del Reino en vuestro favor como mi Padre ha dispuesto de él en mi favor, a fin de que comáis y bebáis en mi mesa en mi Reino y que estéis sentados en los tronos para juzgar las doce tribus de Israel«. (Lucas XXII, 24-30).
No era la primera vez que los apóstoles discutían sobre quién de ellos era el más grande y ya Jesús se refirió a esta cuestión al responder a la madre de los Zebedeo, que pretendía que sus hijos fueran los primeros. Al tratar este punto de la enseñanza y hablar de los distintos rostros sociales que iban apareciendo ya vimos que el último rostro de un gran ciclo de experiencias es el que corresponde a Virgo, que es el servidor de todos. Aquí nos dice Jesús que la aparición de este rostro puede acelerarse si el que preside la mesa acumula al mismo tiempo la función de servir, siendo así Rey y el más pequeño al mismo tiempo.
Dice Jesús que preparará a sus discípulos la mesa de arriba, para que coman y beban los alimentos del Reino, y que sentados en tronos juzgarán a las doce tribus de Israel. Esa promesa de elevación y de nutrición con el manjar divino, se extiende a todos aquellos que han acompañado a Cristo en sus pruebas, que lo han seguido en ese largo recorrido que va desde el Aleph hasta el Mem, en cuyos dominios nos encontramos ahora. A todos ellos les espera la elevada tarea de sentarse en los tronos que los arcángeles dejarán vacantes, para juzgar a las doce tribus, es decir, a los hombres que siguen siendo tribu y que no han conquistado la unidad.
Pero ya ahora, en la medida en que comamos y bebamos la esencia crística, vamos adquiriendo la facultad de juzgar a las tribus. Es decir, progresivamente iremos penetrando en los puestos de mando de la sociedad para establecer, desde lo alto, las reglas. El mundo de Jehovah debe dejar paso al mundo de Hochmah, y hemos de ser nosotros los que hemos comido y bebido el cuerpo y la sangre de Cristo, los que tenemos que promover ese cambio. Por ello es preciso que cuando nuestra fuerza crística se exprese en el escenario Mem, nos encuentre dispuestos a ser los constructores de la sociedad.
En el Mem queda atrás y superado el ir de dos en dos a predicar el Reino. Después de haber cenado con Cristo, después de haberlo «devorado«, como Caín devorara a Abel en el alba de nuestra evolución, hemos de ser capaces de instaurar la sociedad cristiana y ser el camino que conduzca las tribus hacia ese Mem crístico, hacia esa Sagrada Cena que ha de transmutarlas.
«Dispongo del Reino en vuestro favor, como mi Padre ha dispuesto de él en mi favor«, les dice Cristo. Es decir, el mismo mecanismo que actúa en los mundos de arriba, ejercerá sus funciones en el mundo de abajo. Cuando la naturaleza crística haya penetrado en nosotros y sea activa en nuestros músculos y en nuestra sangre, el Padre nos cederá el Reino, no para que actuemos en él como lo hacen ahora los reyes, sino para que, estando en el centro de la mesa, seamos los servidores de todos.
No es pues con el ordeno y mando como debemos ejercer funciones directivas en la sociedad, sino mediante un servicio que no levante suspicacias, que no genere envidias, que no suscite luchas por el poder. Ha de ser un servicio gratuito, a fin de no atraer hacia él a los que buscan, mediante el trabajo, la riqueza. Ha de ser un servicio que no nos convierta en ídolos, que no genere celebridades en las que la vanidad pudiera complacerse. Y ese servicio debemos empezar por ejercerlo con los pequeños, porque es por ahí por donde empiezan todas las cosas, dirigido a los niños para que se impregnen de la esencia crística, crezcan con ella y puedan acceder al mítico Reino de una forma natural y no mediante una revolución. Debemos llevar esta enseñanza a los niños para que en ellos se forme esa sociedad crística sin necesidad de que un rey la imponga con sus tropas. Si sabemos hacerlo así, el estado de tribu desaparecerá y habremos conseguido llevar la humanidad al Reino.
En el próximo capítulo hablaré de: queda poco tiempo
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