El Ermitaño
En el Tarot, la figura que representa el Teith, la número nueve, es el Ermitaño, y en ella vemos a un hombre que ilumina su camino con un farolillo, que mantiene bajo su manto desplegado, como si quisiera que su luz fuera tan solo para él. Este Ermitaño que se apoya en un bastón, es nuestro ciego, quien ha estado marchando en la oscuridad de los sentimientos, guiado únicamente por ese bastón que representa su divinidad interna, una divinidad aún no expresada conscientemente, sino en estado potencial. (Los bastos en el Tarot representan el elemento Fuego).
En el estadio anterior, en la etapa Heith (ver capítulo 19), hemos visto a la persona abandonar el mundo de los sentimientos, guiado por un afán de justicia, que le permitía valorar las cosas de una manera distinta. Era el estadio pre-racional, en el que empieza a buscar la ley escrita en su propia conciencia, en lugar de seguir a ojos cerrados la escrita en los libros.
Aquí, en el Teith, sus ojos ya se han abierto, el barro crístico lavado en la fuente de Siloé ha operado el milagro, y ese bastón de su mano izquierda ha generado, por así decirlo, el farolillo que sostiene su mano derecha. El potencial espiritual se ha convertido en fuerza activa y ahora nuestro hombre ya ve por donde anda.
Esta situación produce en él un cambio importante, y por ello en el punto siguiente de la crónica sagrada, nos refiere Juan la confusión creada en las gentes que conocían al ciego. “Unos decían, ¿no es este el que estaba sentado pidiendo limosna? Otros respondían: No es él, pero se le parece. El propio ciego tenía que sacarlos de la duda, diciendo: «Sí, soy yo», y explicaba a unos y a otros lo que había sucedido. Le preguntaron dónde estaba el que había realizado aquel prodigio, a lo que el antiguo ciego solo podía contestar: no lo sé”. (Juan IX, 9-12).
El hombre sentado, el mendigo, es aquel que no participa activamente en las tareas de la Creación. Permanece en las puertas del templo esperando que la gracia de Dios mueva los fieles a su favor.
Mientras nos movemos en el mundo de los sentimientos, somos ese hombre sentado y ciego. Nos movemos mucho, cierto, consumimos kilómetros en coche, vamos a fiestas, banquetes, trabajamos para sacar dinero con el cual alimentar nuestros errores, pero en lo que se refiere a tareas creadoras, permanecemos sentados y nuestro edificio humano no progresa; al contrario, más bien se desmorona, y un día debemos ir al dentista a que nos saque una muela; otro día al cirujano a que nos quite el apéndice, o las amígdalas. Esto, si no nos presentamos por las buenas y, arrojando sobre su mesa un fajo de billetes, le decimos: «Doctor, rectifíqueme la nariz«. Son muy pocos los que descienden a la tumba restituyendo al Ego Superior su edificio material, su cuerpo, tal como lo recibieron al nacer. Y muchos son los que, en esa guerra abierta que es la vida, han perdido o han entregado sin combate algunas piezas de su estructura física.
Mientras se trabaja para la gratificación de los sentimientos, para alimento de los placeres, se dice, en el lenguaje esotérico, que se está sentado y que se está ciego en la puerta del templo, viviendo de limosnas. Esas monedas que le dan los fieles que entran o salen del templo, movidos por la gracia de Dios, son el símbolo del alimento espiritual que el Ego Superior da a su personalidad mortal para mantenerla en vida con la esperanza de que un día se levante, recobre la vista y se produzca en ella ese cambio que la hará irreconocible por parte de sus vecinos.
Ese paso de las tinieblas a la luz, de la ceguera a la videncia, se efectúa mediante un proceso interno que el propio paciente no puede explicar con claridad. Es un milagro que ha elaborado nuestro Ego Superior, con la complicidad, claro está de nuestra personalidad humana, pero en el momento de producirse esta personalidad no puede explicar los mecanismos que la han conducido a la luz. Solo sabe que antes no veía y que ahora ve, que contempla el funcionar de un universo que aún es extraño para ella, pero que con el paso del tiempo podrá descubrir. Por ello, cuando le preguntan al ciego dónde está el mago que le ha abierto los ojos, contesta: «no lo sé”.
En el próximo capítulo hablaré de: el ciego y los fariseos
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