Echar a los demonios
En la otra orilla del mar le esperaba a Jesús uno de los episodios más espectaculares de su vida. “Apenas salido de la barca, vino a precipitarse a sus pies un endemoniado que vivía entre los sepulcros y al que nadie podía dominar, ya que – nos dice la crónica-, a menudo se le había atado con cadenas y puesto argollas en los pies y había roto las cadenas y las argollas. Vagaba por los sepulcros y por las montañas gritando y magullándose contra las piedras. Cuando Jesús le preguntó su nombre, él dijo: Mi nombre es legión ya que somos muchos. Pasaba por la falda de la montaña una manada de cerdos y los demonios que habitaban en el cuerpo de aquel hombre suplicaron que los dejase entrar en ellos. Jesús se lo permitió y los espíritus impuros entraron en los cerdos, los cuales se precipitaron por los arrecifes, cayendo al mar, mientras aquel hombre, ya en su sano juicio hablaba con el Maestro con toda tranquilidad». (Marcos V, 1-20).
¿Cómo debemos entender esa extraña historia? Ya hemos dicho algunas veces que cuando más inverosímil es un relato, más cargado está de elementos simbólicos. En la terminología de la tradición esotérica, se llaman cerdos o perros a los ángeles caídos y más particularmente a los que cayeron antes de que lo hicieran Lucifer y sus secuaces, los cuales viven en el abismo del Mundo de Deseos, en las más inferiores regiones que constituyen ese mundo de perdición destinado a desaparecer.
Esos ángeles degradados, que no alcanzaron jamás la categoría, porque se escindieron de su grupo, cuando los que hoy forman parte de la oleada de vida angélica se encontraban en la fase de evolución humana, toman a veces posesión de vehículos humanos porque encuentran en los sentimientos de la persona cuyo cuerpo ocupan, una afinidad con su modo de ser. Entonces se encuentran aprisionados por ese cuerpo, que los necesita para efectuar tareas inferiores y, si para la persona ello constituye un tormento, lo es también para la entidad demoniaca que se encuentra en esa cárcel humana, sin poder reintegrarse a su grupo.
El poseído que se acercó a Jesús es pues el arquetipo del ser que vive sometido a esas fuerzas inferiores que lo incitan a «vagar por los sepulcros«, es decir, a convivir con lo corrupto, en un mundo inferior, donde todo se desintegra. Si este hombre corrompido se acerca a Cristo, su manada interna de fuerzas degradadas sale de sus aposentos humanos y se reintegra a los cerdos, es decir, vuelve a su estado natural que es el «abismo«. Por ello dice la crónica que los cerdos se precipitaron en el abismo por el acantilado que daba al mar.
Todos, en mayor o menor medida, tenemos dentro a nuestros cerdos. Y un día sentiremos la necesidad de acudir al Maestro que se encuentra en la proximidad del lugar en que vivimos, para que nos saque de dentro la manada impura y permita así que esta vuelva al abismo.
Así, en estas dos últimas secuencias, vemos cómo el Maestro dormido, al despertar calma la tempestad producida por la violenta confusión de elementos, y después, en «tierra firme«, en nuestra tierra humana, saca a los cerdos de nuestra guarida interna, reintegrándolos al abismo del que proceden.
Ese hombre limpio, vuelto a la razón, ya se encuentra en condiciones de que la hija de Jairo resucite en él. En efecto, la resurrección de la hija de Jairo es el siguiente episodio referido por la crónica sagrada.
“Jesús y sus discípulos se fueron con la barca a la otra orilla y allí Jairo, uno de los jefes de la sinagoga, habiéndolo apercibido, se postró a sus pies para que salvara a su hija moribunda. Antes de que llegaran a su casa, ya les vino la noticia de que la niña había muerto y una multitud rodeaba la mansión llorando y gritando su dolor. Jesús entró en la casa y dijo: «No está muerta, solo duerme», y llamándola por su nombre, la levantó”. (Marcos V, 21-43. Lucas VIII, 40-56).
Ese Jairo, jefe de sinagoga, representa el hombre del antiguo mundo, ya con un pie en el nuevo universo, el que Cristo había venido a preconizar. Pero esta vida nueva en el mundo futuro, se tambalea, esta a punto de morir y el hombre del viejo mundo se postra ante Cristo para pedirle que le preserve esa nueva tendencia emanada de él.
La hija de Jairo es la vida que renace en el ser humano cuando sus tempestades internas han sido calmadas y cuando las fuerzas abismales han salido de su organismo. Entonces lo que parecía muerto despierta de su sueño, ante el asombro de todos los que daban esta muerte por segura. Quien vive en el antiguo mundo, vinculado a los valores de la columna de la izquierda, debe renacer en el nuevo mundo representado por la columna de la derecha.
Vemos en esa parte de la enseñanza, que la fuerza crística va constantemente de una a otra orilla del mar de la vida humana, calmando tempestades, sacando de dentro los bajos instintos y devolviendo las fuerzas que animaban esos instintos a su mundo natural. Curando a los que se le acercan, como a esa desdichada Verónica que tocó su túnica para «robarle» virtud. Y resucitando finalmente a la hija de Jairo, o sea, al mundo nuevo nacido de lo viejo.
Dice la crónica que Jesús quería descansar, y por ello se iba de una a otra orilla en busca de ese posible reposo, pero donde quiera que fuese se veía acosado por la multitud que solicitaba de él favores. Así, la fuerza crística actúa sin descanso para llevar al final de una etapa a los que se encuentran en mitad del camino, de modo que en unos se manifiesta de una manera y en otros de una forma distinta, sembrando cielo, derramando semilla del reino en la tierra dura, y en los campos fecundos. De este modo, para cada uno, Cristo aparece bajo un rostro distinto, pero siempre conducente a la liberación, al reino de la libertad.
En el próximo capítulo hablaré de: interiorizar las normas
Deja una respuesta
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.