Dónde realizar la plegaria
Continúa Mateo en su capítulo 6: ”Cuando roguéis, no seáis como los hipócritas, a los que gusta rogar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, a fin de ser vistos por los hombres. En verdad os digo que ya reciben su recompensa. Cuando ruegues, enciérrate en tu habitación, y ruega a tu Padre que está allí, en lo secreto de ti mismo, y tu Padre, que ve en el secreto, te escuchará”. ( Mateo VI, 5-6 ).
Esta disposición sobre la plegaria puede considerarse como transitoria, por cuanto en la época en que fue promulgada, los judíos no mantenían relaciones individuales con Dios y las plegarias en la sinagoga eran colectivas; era la raza entera, por boca de sus miembros, la que pedía a Jehovah bienes para su pueblo. Era preciso dar a los adeptos de la nueva religión conciencia de que Dios actúa individualmente en cada uno de nosotros, y para ello, lo mejor era alejarlos del templo e inducirlos a que se encerraran en su habitación.
Nosotros, los que estamos estudiando las divinas reglas, ya somos conscientes de que Dios se encuentra interiorizado en todo y, por consiguiente, sabemos que está en nosotros mismos y que podemos invocarlo en cualquier lugar.
Sin embargo, en la vida profana, en los lugares en que se desarrolla nuestro trabajo y la vida íntima, se encuentran cargadas de energías de todo tipo, vitalizadas por los bajos deseos de los seres humanos. El vaho del alcohol y el humo del tabaco atraen hacia nuestro mundo a legiones de energías que sienten apetencia por tales desperdicios, y si rogamos en ese ambiente, nuestra plegaria difícilmente «subirá«.
Para que nuestra plegaria ascienda, es preciso que alguien la transporte, y son los ángeles mensajeros quienes se encargan generalmente de esta tarea, los cuales reciben de manos de nuestros custodios personales las demandas que formulamos a Dios.
Pero esos ángeles, incluidos nuestros custodios, no pueden acercarse a atmósferas muy densas, porque su alta vibración destruiría tales ambientes, causando estragos en esas entidades inferiores que las habitan, y los ángeles, por su naturaleza, no pueden destruir.
Eso explica el hecho de que muchas plegarias no alcancen sus objetivos, y explica la necesidad a menudo de volver al templo para rezar, porque las personas que acuden al templo, al penetrar en él, suele dejar fuera lo inferior que hay en ellas para elevarse hacia su propia montaña, es decir, para refugiarse en lo más digno y noble de su ser o al menos ese es el objetivo. Es como si estuvieran pasando por un arco detector de metales, que frena en parte las malas energías.
En la Edad Media, esa enseñanza de Cristo era recogida por las familias, dedicando una habitación de la casa a templo y en ella celebraban misa los feudales y la burguesía rural que les sucedió. Todavía quedan vestigios de esta costumbre en algunas de nuestras casas señoriales antiguas, y los arquitectos de la Nueva Era deberían orientar sus construcciones hacia ese ideal, a dejar un espacio en la casa para la elevación.
En las futuras edificaciones, cada casa dispondrá de una habitación‑templo y en ella entrarán los discípulos limpios de todo deseo sombrío para dialogar con la divinidad.
Mientras esto no se consiga, lo más adecuado es acudir al templo y participar en plegarias y ritos colectivos destinados a la mejora de la humanidad y, al mismo tiempo, aislarse del grupo para entablar una relación personal con Dios.
Una opción intermedia sería utilizar una habitación de la casa, por ejemplo si tenemos despacho, a esos menesteres, pero teniendo en cuenta que las otras personas que la utilicen tengan respeto y no fumen ni beben en ella.
En el próximo capítulo hablaremos de: la fuerza del Padrenuestro.
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